Pueblos lejanos
Lejos queda Los Nevados, pueblo de montaña, silencioso y taciturno. Para llegar a ese remoto lugar, hay que atravesar montañas y serranías con más de 3.700 metros de altura. Irse por una larga, serpenteante y estrecha ruta que comienza con una carretera asfaltada en la ciudad de Mérida.
Después la vía se transforma en sendero de tierra y piedra y luego, se va acercando a estrechos precipicios donde uno siente que se le va el aliento. Son poco más de cuatro horas de un viaje en vehículo de doble tracción, donde sientes que vas quedando aislado, alejado de todo ruido citadino, de los olores que circundan tu cotidianidad.
El pueblo es frío y pequeño. Una iglesia del siglo XVI, con su placita y el bronce al héroe. Casas de caña brava y puertas antiguas, casi siempre cerradas. Ventanas con inquietas miradas. De vez en cuando sale humo de los fogones mañaneros. Al fondo, montañas nubladas, tapadas por las nubes que se cuelgan de sus laderas. Más allá y hacia donde la mirada cae, la serpiente de un río, Nuestra Señora de los Desamparados, que es tan largo como su nombre. De él se sirvieron los primeros pobladores para la trilla del trigo y también, para saciar la sed de las alturas.
Mi esposa y yo remontamos parte de la montaña, a lomo de mula, en viaje de dos horas (cuatro con su retorno), vadeando el río y sintiendo la antigua voz de un sonido que aquieta el alma, mientras la corriente salpica las piedras abrillantadas que, en variadas formas y tamaños, sienten el paso de quienes deslizamos nuestras manos sobre la piel pétrea cargada de eternidad.
Después, uno llega a la hacienda donde vive Francisco de Asís con su mujer. Le escuché atento cuando leyó uno de sus poemas, y mientras esto hacía, me acordé de esos tiempos cuando vivía en la Perugia etrusca y me iba una que otra vez, al pequeño pueblo de Asís, para sentir en sus calles, el paso madrugador del poeta y santo, quien, junto con sus hermanos de oración, transitaban por el pueblo en cánticos gregorianos y recitando los versos del poeta.
Pero Francisco, este de Los Nevados, es más poeta de la vida, de miradas, de voz quieta, silenciosa y de armonías espirituales. Ahora, años después de ese encuentro y mientras él sostiene entre sus manos una taza de café, lo vuelvo a mirar mientras se sienta junto a su esposa para eternizarse en una fotografía que estoy por hacerle. Y es este ‘ahora’ cuando mi mente revela esa formidable imagen de un poeta encaramado entre el silencio de las montañas. Acaso ya fuera de todo festín y al final de sus días. Con orgullo me comenta que trabajó en la construcción del teleférico; -Más largo y alto del mundo, y a lomo de mula yo llevaba los cables y pilares para levantar esa obra. Así le escucho, mientras de nuevo alza su tacita y sorbe el humeante café.
Pienso ahora, que en todo pueblo –y si es lejano, tanto mejor- habita un maestro, un profeta y un poeta que, en su voz, en su mirada y entre sus manos, sostiene la palabra poética, esa donde habla la divinidad, esa que devela la hora exacta donde encuentras entre la mirada, la luz interior que te hace sentir pleno, colmado y satisfecho por haber encontrado tu semejante.
Lejos quedan algunos pueblos que son encantamiento y melodía espiritual para trascender, para lo esplendoroso de sentirse pleno y humano. Quizás sea mejor que esos pueblos de Dios queden lejos, alejados, distantes. Que debas llegar a ellos, silencioso y en peregrinación espiritual. Así entré al oratorio de esa vieja hacienda, donde existe una antigua imagen de la virgen de La Candelaria, quizás realizada en el siglo XVII por pintor desconocido. Cada fecha cercana a la virgen, desciende el cuadro de la rústica pared, y es engalanado con flores que traen los campesinos y lugareños, y después, va en procesión por los escarpados caminos de la montaña.
La pintura entonces, es más que un dibujo, que unos trazos y colores. Ella tiene vida y acompaña a quienes van a su encuentro y todos la sienten parte de su espacio, de un mismo sentimiento que es parte de su cotidiano existir. Pero yo la vi, en el centro de la pared, en su reposo, junto a otra pintura. Mientras, toda la sala era un pequeño museo que me era mostrado como un regalo para que lo apreciara, y sí, ese esplendor reposa en mí mientras siento la mirada del poeta, tan viva, de un ser agradecido, cargada de emoción por saberse acompañado.
Ahora todo vuelve a estarse en lejanía, en el reposo de la memoria que va a la corriente de un río de aguas dulces, y regresa con imágenes de plenitud y encantamiento.
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