El o los que administran dineros públicos están obligados a rendir cuentas al pueblo que los eligió. No hay otra opción. La hacienda pública debe y tiene que manejarse con transparencia. Los hombres y mujeres, que nos dedicamos a la actividad pública, estamos obligados a llevar un nivel de vida cónsono con nuestros ingresos y, desde luego tener la certidumbre ante Dios, la patria y cualquier instancia de control, poder justificar nuestro patrimonio antes, durante y después del ejercicio de la función pública. El que no la debe no la teme.
Quien califica, juzga y dicta sentencia acerca de la gestión de los hombres públicos no son individualidades interesadas en evadir responsabilidades. Es el supremo e inapelable tribunal de la opinión pública. Es por eso, que podemos afirmar sin temor a equívocos de que, no es una persona o grupo quien puede dañar “santas” reputaciones ¡No! Es y será siempre la percepción que el pueblo tiene de nuestra gestión y accionar público. Lo que está a la vista no necesita anteojos.
Es obvio inferir entonces de que, por más que se busquen chivos expiatorios, enfrentamientos estériles y se intenten evadir responsabilidades asumiendo posturas de víctimas o príncipes ofendidos, hay que oír las más duras verdades y buscar rectificaciones. Es craso error creer solo en el entorno que ve todo perfecto. El pueblo sabe más que corocoro frito y, en su debida oportunidad castiga. Los áulicos entonan las más bellas melodías en el oído de sus patrones circunstanciales y, en los que lo ven derrotados, alzan el vuelo y los dejan solos rumiando sus cuitas. Es una habilidad cortesana.
El entorno de áulicos no son los dueños absolutos de la verdad. Hay que poner oído al pueblo… Y nunca olvidéis: a la hora de pagar nadie es tramposo.
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