Bukele ha detenido al 1% de la población de El Salvador: los niños pagan las consecuencias
A Alex se le llenaron los ojos de lágrimas y apretó la cabeza entre las manos al pensar que lleva más de un año sin celebrar cumpleaños y fiestas con su madre, que fue arrestada por la policía de El Salvador cuando se dirigía a su trabajo en una fábrica de ropa.
“Me siento muy solo”, dijo el niño de 10 años el mes pasado, sentado junto a su hermano dos años menor y a su abuela. “Tengo miedo sintiendo que pueden llevar alguien mas de mi familia”.
Cuarenta mil niños han visto como uno de sus padres, o los dos, eran detenidos en la guerra contra las pandillas iniciada hace casi dos años por el presidente, Nayib Bukele, según la agencia nacional de servicios sociales. Los registros fueron compartidos con The Associated Press por un funcionario del Consejo Nacional de la Niñez y la Adolescencia, que insistió en mantener anonimato por temor a las represalias gubernamentales contra quienes violan su férreo control de la información. Hay muchos más niños con padres encarcelados pero no aparecen en los registros, apuntó.
Con la detención de más del 1% de la población del país, Bukele, que parece encaminado a un segundo mandato de cinco años, trata de romper la cadena de violencia que ha sacudido a El Salvador durante décadas. Pero muchos están preocupados porque la debilitante pobreza, el trauma a largo plazo y el fracaso del ejecutivo a la hora de proteger a los niños puedan, por el contrario, alimentar una oleada de guerras entre las maras en el futuro.
“Un menor no esta salvo cuando detienen a su papá, o a su hermano o a su mamá, pues tienen ese trauma”, señaló Nancy Fajardo, abogada y coordinadora que trabaja con 150 de estas familias. “Sienten que el presidente les ha robado a su familia (…) Puede hacer que ellos intenten entrar a la pandilla (más adelante) como forma de venganza por lo que están atravesando ahora”.
Juana Guadalupe Recinos Ventura es una madre soltera que crió a sus hijos en una pequeña casa de concreto en una zona cubierta de pintadas de la pandilla Barrio 18. La familia nunca fue rica, pero salía adelante.
Cuando fue arrestada frente a la vivienda en junio de 2022, acusada vagamente de “agrupación ilícita”, la abuela de los niños, María Concepción Ventura, empezó a tener problemas para alimentar a Alex y a su hermano y pagar las facturas sin el salario de su hija. Los paquetes de 75 dólares en comida y ropa que le envían una vez al mes son otro golpe financiero para la familia en un momento en que la pobreza se ha disparado en el país.
“Lloraron y lloraron. Y aún cuando se acuerdan de ella lloran”, dijo Ventura. “Solo me preguntan ‘¿Cuándo va a venir mami? ¿Cuándo va a venir mi mamá?’ Yo les dije que no sabía cuando el gobierno la iba a dejar libre”.
The Associated Press habló con Alex luego de saber que el niño quería hablar sobre su madre, y con el consentimiento de Ventura, la abuela.
Esas preocupaciones son compartidas por trabajadores sociales, familiares, líderes religiosos e incluso por el vicepresidente del país, Félix Ulloa, quien en una entrevista dijo que “si el Estado no actúa con estos niños, estos niños van a ser los delincuentes del futuro”.
En la ciudad de Alex, Santa Ana, en el oeste, pasó lo que en gran parte del país centroamericano: dos bandas se dividieron en su día el territorio.
La Mara Salvatrucha y Barrio 18 nacieron en comunidades marginales de migrantes en Los Ángeles en la década de 1980, formadas en parte por menores vulnerables no acompañados que huían de los conflictos en la región.
Una vez deportadas de Estados Unidos, las pandillas comenzaron a aprovecharse de los jóvenes en una situación precaria en sus propias comunidades en El Salvador, lo que acabó desencadenando nuevas olas migratorias con familias que huían de su terror.