Mala leche
El piso de la panadería lo llenaron de leche. Derramaron unos cuantos litros de los envases que estaban en los anaqueles. De manera violenta y a ‘grito pelao’ lanzaban contra el suelo, litros y más litros de leche. Se cansaron de romper envases y de empujar a los clientes, impidiéndoles su derecho para comprarlos. Eran unos pocos, creo que no más de cuatro, manifestantes anti clima o algo parecido. Protestaban por los pesticidas que les dan a los alimentos que ingieren las vacas y que posteriormente, son transferidos, al ordeñarlas, a los seres humanos.
En fin, que en varios sitios de Londres y otras ciudades europeas se vienen presentando estos actos de supuestas protestas para llamar la atención sobre el recalentamiento global y el derretimiento de los polos.
Mientras veía estas imágenes pensé en los niños africanos o acá mismo en Venezuela, que no tienen nada para comer mientras en otros lugares, hacen protestas como esta que describo. En la panadería en cuestión, los presentes apenas si mascullaban (-como rumiantes) palabras incoherentes y seguían cada quien, por su lado. Apenas uno que otro aseador y el administrador del local, les señalaba la puerta para que los manifestantes se fueran. Todo muy educado y como a ‘sotto voce’. No me inquieta tanto la actitud de los mozalbetes que supuestamente protestan como de quienes les observan.
Se nota en ellos una tranquilidad, paciencia o indolencia ante una queja que no parece tener relación con lo que en realidad ocurre. Porque, ¿qué sentido tiene derramar una lata de sopa de tomates, un puré de papas, a un Van Gogh o a un Monet, o pegarse las manos al marco del cuadro de La Maja Desnuda, en el Museo de El Prado.
Frente a semejantes ‘hechos vandálicos’ de estos supuestos ecologistas muy pocos en el mundo han levantado la voz. Más bien parecen, con su silencio, admitir que está bien estos atentados contra el arte, contra la cultura y contra la misma civilidad y civilización.
Lo más insensato y absurdo de estos hechos es la protesta de unos jóvenes a quienes les dejaron por dos días retenidos en las instalaciones de uno de los museos, al quejarse porque no les permitieron ir al baño para asearse y hacer sus necesidades. Fueron dos noches a oscuras que pasaron estos manifestantes, quienes ‘se sintieron nerviosos’, antes de que el personal de seguridad llamara a la policía.
Los de Futuro Vegetal en Madrid fueron más al grano. Con sus caritas de ‘niños de mamá y papá’ pegaron sus manitas a las obras mientras una encargada del museo, atribulada, nerviosa y con voz quebrada, regañaba a quienes osaban filmar con sus móviles la escena.
No sé si para impedir la propagación de la noticia o en apoyo a los chicuelos, lo cierto era que esa escena era de lo más tragicómica.
Usar las obras de arte que pertenecen al repertorio de la cultura universal es un acto que, a todas luces, resulta poco civilizado y tolerable. En lo personal, no sería tanto la amonestación por trasgresión e intento de ultraje a una obra de arte, sino como lo he mencionado, la intolerable pasividad de una ciudadanía que ve como un acto ‘normal’ de protesta, el uso de la violencia (-porque obviamente lo es) para intentar destruir bienes culturales de la civilización.
Lo menos que se debe catalogar semejante afrenta contra el arte y la cultura es como intento de ‘crimen ecológico’ y a quienes lo permiten, por acción u omisión, en sancionarlos judicial y moralmente por permanecer impasibles y no hacer nada para impedirlo.
Como cosas de la ‘política ecológica’, esto que ocurre contra las obras de arte se viene ejecutando y de pronto, el mundo despierta una mañana enterándose de que en una ciudad de Egipto se reúnen algunos líderes mundiales para hablar del calentamiento global y sus secuelas. Pero nada advierten de que en sus propias narices ocurren estos incidentes. Unos hablan de preservar el medio ambiente, como el ‘carnicero’ del régimen venezolano, quien permite el ecocidio al sur de Venezuela, y, en el balneario de Sharm el-Sheikh, en el Mar Rojo, entrecruzan sus discursos de hipocresía.
Tal parece que estos grupos de ecologistas están unidos a ciertos dignatarios para llamar la atención, inflar la burbuja de la información, arrastrar a estos chicuelos para que peguen sus manitas a las obras de arte, tomarse unas foticos y, después, continuar con el festín de la destrucción de casquetes polares para tomar güisqui con hielo puro, deforestar bosques y selvas, como en el Arco Minero al sur de Venezuela, donde sus empresas extraen el ‘oro de sangre’ para enviar a las grandes trasnacionales.
Las obras de arte, hoy, indefensas, parece que no tienen dolientes. No tienen quien las defiendan de los furibundos ecologistas.
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