El Gran Inquisidor
La libertad siempre ha sido considerada como un valor indiscutible. Desde el mismo comienzo de la humanidad, el hombre que aspiraba a obtenerla se enfrentaba a la condena, a las torturas o a la muerte, pero ninguna persecución, ni castigo pudieron extinguir las chispas de amor hacia ella. “El dulce instante de la libertad frecuentemente se apreciaba más que la vida. Al altar de la libertad habían sido llevados innumerables víctimas”, señala el catedrático ruso Mijaíl Málishev y seguidamente se pregunta “¿Pudiera ser que la historia de la humanidad sea un camino hacia la libertad y una penosa ruptura de los candados de la servidumbre?”.
Málishev es seguidor, entre otros, de su paisano Fiódor Dostoyevski y sus novelas y una que analiza con mucho tino es la de Los hermanos Karamazov. En ese libro, Dostoyevski creó el poema titulado “El gran inquisidor”, que es todo un capítulo del libro llevado a cabo con maestría sobre la moral y la libertad como los últimos fines de la existencia humana. Lo que trata de transmitir el poema es que, el hombre libre no sabe qué hacer con su libertad y por eso la entrega.
Dostoyevski, en Los Hermanos Karamazov, escribió una de sus reflexiones más sublimes, desde el punto de vista literario, y más profundas desde el punto de vista antropológico. La lectura religiosa, que se puede hacer de este texto, es problemática. En todo caso, es un tema de honda reflexión, por lo que me ha parecido que nos puede ofrecer elementos de juicio para tener una lectura provechosa sobre la situación de crisis que estamos viviendo en nuestro país.
La acción se desarrolla en Sevilla, en la época más terrible de la Inquisición, cuando a diario se repetían los patéticos “autos de fe” en los que eran quemados vivos los herejes. En tal momento, un buen día e inesperadamente, Jesús vuelve a este mundo y se pone a caminar por las calles de la ciudad. Inmediatamente, el cardenal, que ostenta el cargo de Gran Inquisidor, manda a la guardia del Santo Oficio con la orden tajante de detener a Jesús, que es llevado ante el Inquisidor, que enseguida le hace a Jesús la gran pregunta: “¿Por qué has venido a trastornarnos?” Jesús no responde nada. Se limita a mirar con respeto y bondad al severo cardenal.
Es entonces cuando el Gran Inquisidor le plantea a Jesús el alegato, sobre lo que es verdaderamente decisivo en nuestras vidas y en nuestras conductas. El Inquisidor le echa en cara a Jesús lo siguiente: “Quieres ir por el mundo con las manos vacías, predicando una libertad que los hombres, en su estupidez y su ignorancia naturales, no pueden comprender; una libertad que los atormenta, pues no hay ni ha habido jamás nada más intolerable para el hombre y la sociedad que ser libres”. Y el Inquisidor continúa: “no hay para el hombre libre cuidado más continuo y acuciante que el de hallar a un ser al que prestar acatamiento”. Más aún, añade el cardenal: “Te lo repito: no hay para el hombre deseo más acuciante que el de encontrar a un ser en quien delegar el don de la libertad que, por desgracia, se adquiere con el nacimiento… No hay nada más seductor para el hombre que el libre albedrío, pero también nada más doloroso”.
En el punto culminante de su discurso, el Inquisidor le lanza a Jesús la acusación más dura: “Aumentaste la libertad humana en vez de confiscarla, y así impusiste para siempre a los espíritus el terror de esta libertad”. Y el clérigo prosigue más adelante: “Así, las consecuencias de tu amarga lucha por la libertad humana fue la inquietud, la agitación y la desgracia para los hombres”.
El veredicto del Inquisidor resulta patético cuando intenta justificar el comportamiento de la Iglesia: “Esto es lo que hemos hecho. Hemos corregido tu obra, fundándola en el milagro, el misterio y la autoridad. Y los hombres se alegran de verse otra vez conducidos como un rebaño y libres del don abrumador que los atormenta”. Y es entonces cuando el Inquisidor lanza con sus palabras sobre el limpio rostro de Jesús la terrible sentencia: “Tú habrías podido empuñar la espada de César. ¿Por qué rechazaste este último don? Si hubieras seguido ese tercer consejo del poderoso Espíritu, habrías dado a los hombres todo lo que buscan sobre la tierra: un dueño ante el que inclinarse, un guardián de su conciencia y el medio de unirse al fin cordialmente en un hormiguero común, pues la necesidad de la unión universal es el tercero y último tormento de la raza humana”.
El relato termina de forma inesperada cuando el Preso se acerca en silencio al nonagenario (Inquisidor) y le da un beso en los labios exangües. Dejando claro que esta es su respuesta: un mensaje de amor y comprensión, no solo a él, sino también para toda la humanidad. El viejo se estremece, mueve los labios sin pronunciar palabra. Luego se dirige a la puerta, la abre y dice: “¡Vete y no vuelvas nunca, nunca!” Y lo deja salir a la ciudad en tinieblas y el Preso se marcha.
Coordinador Nacional del Movimiento Político GENTE