¿Por qué Alexis de Tocqueville está tan de moda?
Es difícil definir a Alexis Tocqueville (París 1805-Cannes 1859). Un sociólogo de la política? ¿Un filósofo de la historia? O simplemente como un noble que vive entre dos mundos: el de la aristocracia y la democracia, y cuya transición él vive y de cuyos atributos no es fácil desprenderse pero que los experimenta en sus expresiones más dramáticas, obsesas e incitantes: los privilegios, la igualdad y la libertad.
Por eso establece, de una vez, en las primeras páginas del “Tomo 1” de su obra fundamental “La Democracia en América”, que la democracia llegó al mundo occidental como un suceso inevitable, fatal e irreversible y que, sean cuales fueran las dificultades con que pueda chocar en determinados momentos, siempre continuará adelante, pues es un resultado de la evolución de los asuntos humanos que no pocas veces tienen un origen “providencial”.
Pero advierte, en esta línea de pensamiento, que la democracia no es el resultado del triunfo de la “Revolución Francesa”, ni de la “Revolución Norteamericana”, puesto que estuvo 700 años gestándose y que fue en el curso de las numerosas dinastías y monarquías que se sucedieron en tan largo período, donde cristalizaron los ideales, principios y valores que salieron a la luz durante estas dos revoluciones.
Hombre de precisiones, certezas y realidades, Tocqueville, que ya ha vivido de una manera muy particular y fatal la “Revolución Francesa” (sus padres fueron condenados a la guillotina durante el Directorio y estuvieron 11 meses esperando la ejecución hasta que la caída de Robespierre les devolvió la libertad y la vida), deja en 1827 su plaza de magistrado en Versalles (se había graduado de abogado) y en 1831 viaja a los Estados Unidos a conocer al primer y único país democrático del mundo, y que a diferencia del que quiso nacer de la “Revolución Francesa”, goza después de 54 años de fundado de una envidiable continuidad, sólida y estable.
Las preguntas que lleva en su “brainstorming” son muchas pero hay dos que son las que se hace toda Europa y excitan la atención de Tocqueville: 1) ¿Por qué la democracia ha anclado en América de una manera casi natural y, a diferencia del Viejo Continente donde marcha entre tumbos, revueltas y tumultos, parece haber liquidado todo tipo de contrarrevolución.
2) ¿Diferencias de clima, de geografía, o el resultado de un sistema de leyes emanado de una Constitución donde de manera sencilla y práctica parecen haberse colmado todas las aspiración del hombre a aterrizar en el mundo que después se ha conocido como Modernidad?
Anotemos que a partir de estas inquisiciones se emprende una de las aventuras más fascinantes y sorprendentes de cuantas ha emprendido el hombre, pues Tocqueville -que aparte de investigador de la sociología in situ es filósofo y lo que llamaríamos hoy “ politólogo”-, nos va descubriendo instituciones, situaciones, rostros, pensamientos, en los que, definitivamente, va apareciendo el cuerpo y el espíritu, la fisonomía y los gestos, las señas y el lenguaje de la democracia.
Y la democracia en estos días de junio de 1835 en la Nueva Inglaterra es la desaparición de las distancias entre los hombres, el reconocimiento de lo que Tocqueville llamaría posteriormente “el principio de semejanza”, la caída y el hundimiento, sin duda para siempre, de las barreras y limites trazados por el origen, la jerarquía, los apellidos, los títulos, las razas y la religión.
Hombres en igualdad y en libertad, ocupados en la construcción de sus propios destinos, en los de sus familias y sus parientes más cercanos y en el fortalecimientos de los valores cívicos por los que se sienten partícipes de una cruzada única que debe extenderse por el mundo para que sea más justo, más humano, más libre y más igualitario.
Y en el recorrido y registro de este itinerario del homo democraticus que se extiende por nueve meses (junio 1831 – febrero 1832) es donde Tocqueville, escalpelo en mano, va detectando, examinando y noticiando las ventajas y bondades del nuevo orden que van tomando los asuntos humanos, pero también sus desventajas y fragilidades, los peligros y oscuridades a donde se puede arribar si no se alumbran las zonas sombrías.
Y uno que lo alarma -y al cual dedicará en los próximos años la mayor parte de sus inquietudes y disquisiciones políticas-es el excesivo aprecio de los recién liberados norteamericanos por la igualdad, por la ventajas de sentirse en el mismo nivel que los otros en la procura de los bienes materiales que habrán de aportarle mayor bienestar y también la satisfacción de que no existirán otros por encima de él.
Pero se pregunta viendo y observando “los trabajos y los días” en que se sumen estos primeros demócratas sin tener tiempo, al parecer, de sentir la misma pasión por la libertad: ¿la democracia no es también la libertad, o no es fundamentalmente la libertad, el despliegue de las mejores cualidades del hombre para que, aparte de iguales, puedan afanarse también en construir comunidades solidarias, vigilantes del poder estatal y alertas ante la posibilidad de que la Constitución, las leyes y los reglamentos se apliquen sin generarle daños a los ciudadanos, ya sea por abusos, excesos o una incorrecta interpretación de los mismos?
¿Una sociedad embriagada de igualdad y neutra o indiferente ante los asuntos políticos -que son los problemas de la libertad-, no se expone a que su responsabilidad o rol sea ocupado por el Estado y los partidos (o lo que llamamos hoy la clase política) y sin ningún control, sea la estructura desde la que se ejerza un poder omnipotente, abusivo, despótico y, consecuentemente, corrupto?
Digamos que es a través de estas preguntas que nutren los dos tomos de la “Democracia en América” donde se plantea por primera la tensión que surge en las democracias entre la igualdad y la libertad y que si no se resuelve a favor de la libertad, da origen a períodos de inestabilidades donde “los iguales” (nunca satisfechos) culminan propiciando el surgimiento de “despotismos suaves” o democracias interferidas o mutiladas, prestatarias de servicios pero a cambio de una gigantesca corrupción que carcome todo el tejido social.
Anotemos que no tenemos que irnos muy lejos para vivir a 163 años de la muerte de Tocqueville la clarividencia y certitud de estas predicciones, de las dificultades y trastornos como la democracia ha ido imponiéndose en el mundo, pero también cómo una vez establecida, sin líderes, partidos e instituciones que la impregnen de eficacia, coherencia, justicia y responsabilidad, van dando lugar a despotismos, dictaduras y totalitarismos.
Pero la peor es la variante de la democracia simulada, mixta, mutilada e instrumental, que semeja la implementación de algunos de sus requisitos (legitimidad de origen del gobierno al emanar de elecciones “libres”, independencia de poderes y alternancia en el mando), mientras la preside un mandamás o caudillo y unos pocos que controlan toda la sociedad, roban e instauran sistemas autoritarios populistas o socialistas.
Pero hay formas más sutiles, casi imperceptibles, casi ocultas, por las que los demócratas igualitarios pierden también el poder, como puede ser la tiranía de la opinión pública, que se ejerce por una mayoría que anula la opinión de las minorías, y que no tiene porque desprenderse necesariamente desde el Poder Ejecutivo o Legislativo, ni desde ningún otro agente de la política, sino que puede emanar desde el bullying social, desde las modas imperantes que impiden las protestas de las disidencias y que en el siglo pasado el filósofo alemán Jurgen Habermas, consideró como uno de los grandes aportes de Tocqueville al pensamiento político y la socióloga alemana, Elizabeht Noelle-Neumann, reseñó en una obra magistral que llamó “La Espiral del Silencio”.
Pero ya hemos hablado de los defectos y fragilidades que Tocqueville encontró en el igualitarismo de la democracia en América ¿y dónde estaban entonces sus fortalezas, las ventajas y bondades a las cuales podía regresar, rescatar y poner en juego para asegurar su futuro y el de la nación que la había elegido y establecido?
Pues en el pueblo norteamericano y su capacidad participativa y asociativa, en las reuniones municipales y distritales, en las elecciones para las múltiples y disímiles autoridades, en las discusiones y decisiones que afectan a las ciudades y condados y en los respaldos a los candidatos a la presidencia y gobernaciones que eran a fin de cuentas los que monitoreaban el destino del país que sería en el curso del tiempo la mayor potencia mundial.
Y la más grande democracia que hoy vive una crisis que alcanza a todas las democracias del mundo, principalmente a las de Europa y las de Centro y Suramérica y por eso nos vemos obligados a unirnos al coro de sociólogos, filósofos e historiadores de la política que están recordando en universidades, simposios y seminarios al hombre que escribió la “Democracia en América” y fue el primero en profetizar las crisis a que se vería sometida en el futuro.