Los tiempos de la Stasi
Tiempo atrás escribí un artículo llamado “Berlín fracturada” en el que expresaba mi infantil conmoción al comprobar que uno de los rincones del mundo donde habían nacido seres humanos insuperables, filósofos, músicos, poetas, literatos, cineastas, pintores (amo a Klimt, Heidegger, Beethoven, Fassbinder y muchos más), también había amamantado muchos demonios, abrasados por el odio a la humanidad, a lo distinto, dominados por el afán de poder, imponiendo la extinción de todo lo que no calza con sus ideas y estereotipos.
Berlín estaba fracturada en dos trozos donde se enfrentaban sin piedad la versión abierta del ser humano contra el esqueleto de un hombre nuevo unidimensional, obediente, capaz de cometer el peor crimen si así le era exigido.
En Berlín comunista (RDA) existía la Stasi, una policía con 97.000 miembros, un policía por cada 63 ciudadanos, cuyos agentes invadían los dormitorios de las personas, vigilaban sus andanzas, sus pensamientos. Cualquier desliz, infidelidad al régimen, era castigado con crueldad ilimitada en sus helados calabozos.
Todos los habitantes de la RDA tenían expedientes en la policía política, un volumen de información no alcanzado por ningún país del mundo; dicen que se produjeron más textos por esta labor de espionaje que todo lo producido en Alemania desde Lutero hasta hoy. Lo más probable es que ningún habitante de la RDA tuviese esperanzas en un futuro de libertades donde se pudiese aspirar a tener una opinión propia y la represión no fuese el instrumento para soldar la fidelidad al régimen totalitario.
Sin embargo, el arte siempre nos permite respirar y los alemanes filman una extraordinaria película, La vida de los otros, donde narran un milagro humano. La suerte de un individuo encargado de espiar a un artista que, al hacerlo, confronta un profundo camino de sensibilización y comprensión del supuesto enemigo en la medida que penetra en sus intimidades más profundas. A partir de ese momento de quiebre el espía pasa a ser el protector oculto del artista, salvándolo de las múltiples trampas y amenazas que el sistema policial imponía en su vida.
En Venezuela, los españoles han delatado al régimen madurista. Señalan que existen 1.548.547 personas intervenidas por orden política del gobierno.
Aunque no esperemos un milagro entre nosotros y los espías de nuestros teléfonos y computadoras se contaminen por el contacto con una visión distinta del mundo, no alberguemos la esperanza de que la idea de libertad, democracia, Estado de Derecho, justicia penetre sus cabezas y les haga transmutar su ira policial y su deseo de exterminio del otro.
La sensación de estar intervenidos es indescriptible, alguien que mira detrás de tu hombro tus pensamientos más íntimos, te oscurece versiones y visiones que quisieras compartir y hasta enriquecer. Este es quizás uno de los peores delitos de lesa humanidad, una tortura espiritual cuando sientes que hay un poder que te considera enemigo y pretende eliminar tu posibilidad de conocer y expresarte. Es un atentado contra las fibras más poderosas del ser humano, su capacidad de elegir, pensar, decidir qué mundo desearía como su hábitat natural.
Venezuela no cambia porque existan bodegones, prolifere una nueva raza humana que medra en la injusticia, la corrupción y que ejerce la tortura más sutil que puede realizarse a cualquier espíritu, intentar impedir que sean lo que aspiran ser.
Berlín derrotó a la Stasi, hoy es un museo del horror cometido contra las personas que aspiraban a ser libres. Los bloqueos, persecuciones, presos políticos es una expresión de impotencia y reconocimiento de que el espíritu humano es imposible esclavizarlo, encadenarlo y obscurecer la visión de los otros.
Venezuela no se recuperará ni mejorará mientras exista en manos de un régimen el poder de intervenir a los ciudadanos, igual que existan presos por sus ideas políticas y hombres cuyo oficio sea torturar, espiar y justificar el horror. Solo la libertad puede mejorar una sociedad asediada por la represión y el odio.
Es necesario que los ciudadanos venezolanos y sus organizaciones civiles exijan a la compañía española Telefónica el cese de la aplicación de medidas represivas contra los usuarios, no basta denunciar, es un principio ético de protección a sus verdaderos clientes.