Epifanía
Todo poeta debería tener cerca un maestro, un adivino, un mago, un ocultista, un hada madrina, un brujo. En fin, para lanzarse de lleno en lo hondo del alma es mejor ir acompañado por alguien que previamente haya estado al menos por las orillas de esa inmensidad donde moran las divinidades. Porque Dios, o Tríos, o Yahvé, o Adonai, o Alahah, o Viracocha, o Zeus, o el Gran Arquitecto del Universo no puede ser otra cosa que nosotros mismos vueltos luz y estrellas.
Al menos yo tengo a mi propia bruja. Yajaira vive en San Félix rodeada de imágenes, santos, yerbas y aromáticos tabacos, junto con perfumes baratos olorosos a pachulí. La divinidad ha sido generosa conmigo. He sido bautizado, tres veces iniciado e integrado a sectas secretas donde se habla en voz baja y los hermanos de oración y meditación, se secretean cuitas, sueños en los momentos de iluminación y revelación.
-Todo eso y más es poesía, le escuché decir cierta vez a mi profesora y amiga, Hanni Ossott al responderle a un joven estudiante que se iniciaba en los misterios de las lecturas de los poetas malditos. Abrió una libreta y con su bolígrafo dibujó frenéticamente un sinfín de rayas. Las líneas se apreciaban flotando en la página en blanco.
También ‘viví’ la plenitud de la palabra que me ofreció el maestro, José Manuel Briceño Guerrero, la vez que nos encontramos en Mérida. –Sí, sabía que vendrías a verme. Nuestro hermano común, ‘Duque de La Balta’, me habló de ti. Yo tenía en mi poder una carta que escribió mi maestro y que aún conservo. –No fue necesario entregársela, pensé. –Hasta somos familia, me dijo al despedirse y mientras dejaba salir una discreta y cómplice sonrisa.
Ingresar al mundo de la poesía es algo temerario. La vida se desgarra, se fractura y se hace y deshace como piel cambiante de una serpiente. Te vas deslizando por un camino largo y hondo, donde la vida se diluye día a día. Al final, ya no hay lucha, ni distancia, ni tampoco victoria ni derrota. Tan solo es un fluir de intensidades. Sin embargo, en las esquinas de ese mundo se perciben, como destellos de un amarillo intenso, las claridades de esas memorias fantásticas dadas en llamar, almas proféticas que siempre estarán cerca de ti.
También en Delfos sentí la presencia de la divinidad mientras visitaba sus espacios. Todavía el oráculo eterno y apolíneo irradia su luz entre los altos pinos y en la sombra que se aprecia en sus tardes, a la hora del ángelus. Es uno de los ónfalos (nudo, centro, ombligo) del mundo. Otro está en las aguas y en la base granítica de Guayana, teniendo como centro la altísima cascada del salto Ángel. Sitio de los tiempos que vendrán, para su peregrinación y devoción. Así me confesó mi amada y cercana amiga, Ida Gramcko, poeta de la luz interior del alma, mientras me mostraba los borradores de lo que después fue su libro, Salto Ángel. Misteriosa poeta que fue esta maestra de la noche, de altas madrugadas, de voz pausada y mirada intensa y purísima.
Creo firmemente en los estados de éxtasis, de enajenación, donde el ser queda ‘hadado’ hacia el espacio donde se es completa y total luminiscencia, absoluta claridad y consciencia pura. Todo discurre en un mismo tiempo/espacio que se percibe mientras el cuerpo se desvanece, se aflige, sufre y al mismo tiempo cae vencido y colmado de eternidad. Después, uno traduce esos estados en lenguaje escrito, en el idioma de tus ancestros. Son restos, pedazos de luces que resplandecen y nos dejan la certeza de haber sentido la eternidad.
Los maestros, los brujos que otorgan la palabra poética y profética, habitan en cada espacio donde estén dos discípulos que ansían la plenitud. En cada pueblo, en cada ciudad y densa metrópolis ellos andan con paso calmo, silente, mientras escuchan, ven y contemplan.
Ruega, implora a tu maestro, a tu hada, a tu sibila, por más humilde, bella y pavorosa que sea, al menos una palabra que abra cerrojos y candados. Una vez que ella te sea otorgada, nunca jamás te ha de abandonar.
Algún Tiresias, algún Melesígenes, algún gnomo o hada transformada en Hécate, Mefistófeles, en hijos de la Luz, seres lucíferos, entidades que transmigran almas, deberás invocar hasta dejar en ti solo la pura metáfora como sello de una antigua voz, un anhelo de eternidad que solo anida en la solitaria palabra de quienes preservan como tesoro del Arca de la Alianza, la esperanza del regreso al sitio exacto donde toda divinidad nos cobija.
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