Una oposición acomodada
En un sistema democrático, sea presidencialista o parlamentario, una oposición acomodada a las reglas del Estado de derecho es una condición indispensable para que ésta pueda legitimarse, fortalecerse y eventualmente llegar al poder. Esa oposición no necesita demasiada osadía o creatividad o compromiso ideológico original, más bien paciencia y sentido burocrático de la lucha política.
Pero en una realidad nacional signada por una hegemonía despótica y depredadora, una oposición acomodada al arbitrio del poder establecido es un gran apoyo para el continuismo del despotismo y un gran obstáculo para las posibilidades de un cambio efectivo, es decir radical.
Una oposición de este tenor incurre en el error esencial de pretender sustituir una anti-democracia, con una «estrategia» de rigorismo democrático. Un imposible. En verdad, un absurdo.
Pasa el tiempo y la oposición acomodada, por naturaleza ineficaz en estos contextos, corre el riesgo de transarse con el poder despótico en una gran farsa política, que no es de gratis sino que comporta beneficios de diversa índole para los voceros de esa oposición y sus entornos clientelares.
La consigna puede ser: «esto es lo que hay», y así lastimosamente los afanes de lucha se van frustrando, los jóvenes que se movilizan por su idealismo se van decepcionando, las protestas sociales se van desconectado, aún más, de la política; y el resultado de todo esto es un marasmo sin vitalidad ni destino, en el que la nación se sigue deslizando hacia abismos más profundos.
Una oposición aguerrida, decidida, clara en la defensa de los principios democráticos; dispuesta a enfrentar, movilizar y desafiar es lo que se necesita para una lucha que tenga visos de triunfo popular, y apertura de nuevos y fructíferos caminos en lo político, económico y social.
La «oposición acomodada» es lo contrario a lo anterior. Y hasta prefiere la permanencia de la hegemonía despótica que el surgimiento de fuerzas opositoras no acomodadas, ni mucho menos acomodaticias.