Putin saca del closet al imperio ruso
Treinta años para soñar que la nación rusa había tirado al cesto de la basura uno de los experimentos más diabólicos e inútiles de la historia. Que solo en la incorregible América Latina se le había encontrado una variable que carcome a Venezuela, Nicaragua, Ecuador y Bolivia y hacía de las suyas. Y el 24 de febrero pasado nos avisan que a las puertas de Kiev, la capital de Ucrania, estaban los comunistas rusos queriendo recomenzar su cuenta de asesinatos, juicios, invasiones, cárceles, torturas y promesas de que el reino de Dios en la tierra había regresado y nos aguardaba otro tiempo de abundancia, igualdad, hermandad y felicidad.
¿Qué había sucedido, despertábamos del sueño y continuábamos en la pesadilla tal la habíamos dejado en aquel diciembre de 1989 cuando se derrumbó el “Muro de Berlín” y la URSS y sus repúblicas se habían caído como castillos de naipes y proclamaban que la democracia y el capitalismo habían ganado la partida y ellos, los comunistas, como buenos perdedores, se incorporaban a un mundo, a una humanidad que no quería sino vivir en paz, en un sistema político y económico donde el trabajo y la ley de la oferta y la demanda distribuyeran la riqueza y todos, ganancias más, ganancia menos, pudiéramos vivir como seres humanos, sin el miedo a ser amos y menos esclavos?
Pues aquel 24 de febrero la República de Ucraina, que había pertenecido al “Imperio Soviético” y era después de la caída del “Muro de Berlín” una República independiente, fue invadida por los Ejércitos de Rusia que ahora tienen como Zar, Padrecito o Comisario a un tal Vladimir Putin y que, como en los mejores tiempos soviéticos, empezó a demoler y destruir todo cuanto encontró a su paso.
No fue una acción militar sin motivos, por supuesto, ordenada por un dictador que había amanecido de mal humor, sino originada en el incumplimiento de acuerdos que rodaban desde la separación de la exURSS y por las cuentas sin pagar que pueden existir que entre dos países que tienen 1500 años de historia común.
Pero la principal causa era que Ucrania venía amenazando con hacerse miembro de la OTAN, organización militar creada al otro día de terminada la “Segunda Guerra Mundial” por los seis países que la ganaron y a la cual se fueron adhiriendo los países de Europa de Este que a comienzos de los 90 escaparon al desecho yugo soviético.
Todos, menos Ucrania y la razón es que de todos los países de Europa de Este que hicieron parte de la exURSS, es el único que tiene frontera con Rusia y a una distancia de Moscú de media hora en un vuelo aéreo regular.
También está la disputa -sin resolver- de tres millones de rusos que ocupan el territorio ucraniano del Dombás, y a los cuales, siendo extranjeros que ocupan un espacio fuera de su país, habría que darles una solución que le reconozca soberanía o un estatus especial.
Pero con todos estos contenciosos, o muchos más, no había razones para que Ucrania y Rusia rompieron hostilidades, y la segunda invadiera la primera, rodeados como están de multilaterales como la ONU, la UE, el Vaticano o la propia OTAN, haciendo lo imposible para que los dos hermanos exsoviéticos no llegaran a un acuerdo que le evitara a la humanidad, y a rusos y a ucranianos, el trago amargo que se está traduciendo en matanzas, destrucción de ciudades, pérdidas de bienes y recursos invaluables.
Y aquí creemos llegado el momento de contar el cuento de los 30 años pasados y que muchos pensadores y filósofos escribieron eran únicos en la historia de la humanidad, porque era la primera vez que los promotores de un cambio tan fundamental en la vida económica, política y social y que planteaba la sustitución de la propiedad privada por la colectiva y la democracia burguesa por una dictadura popular, reconociera su fracaso y pacíficamente entregara el poder para volver a adorar al dios que había quemado: el dinero.
Pero ahora, revisando cifras, papeles, escrituras, realidades percibimos que el “cambio” fue más ficcional que real, porque si bien desapareció la propiedad colectiva, no fue para traspasarla a los agentes privados de la economía sino a la vieja nomenclatura comunista que pasó, del despotismo que les cedía el estado totalitario, al que le cedía el poder del capital.
Porque en ningún momento las muchas, ineficientes y quebradas empresas estatales fueron privatizadas en procesos competitivos y entregadas a los mejores postores, sino vendidas a precios irrisorios a los mismos burócratas socialistas que llamaban a las subastas, quienes, después las vendían por su precios reales a nuevos compradores, haciéndose de fortunas billonarias en dólares en cuestión de una o dos semanas.
Un caso emblemático es el de Vaguid Alekperov, propietario de la empresa petrolera, LUKoil, quien se hizo con más de la mitad de los campos petroleros estatales rusos siendo viceministro de Petróleo. Actualmente, Alekperov es uno de los hombres más ricos del país y su empresa prospera y paga impuestos pero sus críticos dicen que 10 veces menos de los que debería pagar.
Y otro, es el del antiguo Primer Ministro, Víctor Chernomirdin, principal accionista de la empresa de gas más poderosa del país, Gasprom. “Nadie conoce su verdadera fortuna” dice el periodista argentino, Víctor A. Cheretski. “Hace un par de años en Occidente apareció la noticia que tenía unos 4.000 millones de dólares, lo que colocaba a Chernomirdin entre los hombres más ricos del planeta, siendo que tenía un salario que no superaba los 1000 dólares mensuales”.
“A lo largo de los 90” continúa Cheretski, “millones de rusos se quedaron sin trabajo, sus ahorros se perdieron, ya que la inflación triplicaba en algunos meses los precios de los productos de consumo. La producción cayó en picado. Muchos que todavía trabajaban no cobraban sus sueldos, a veces durante meses y hasta años por falta de fondos. La esperanza de vida cayó de 72 a 50 años. La mortalidad infantil llegó a ser cinco veces mayor que en el resto de Europa. Y este caos se ha mantenido hasta ahora”.
Y eso que todavía no habían aparecido las “mafias rusas”, estructuras formadas también por exfuncionarios que bien a través de importaciones de cualquier tipo, o de especulaciones financieras, se hicieron de inmensas fortunas y sin miedo de recurrir al crimen para mantener sus privilegios.
Y en este contexto, en la Duma, en los medios, en la calle, en las iglesias y en el ejército fue creciendo la idea de que había que regresar a un régimen autoritario. Y sin importar como se llamara: nacional-bolchevismo, comunismo, socialismo, o dictadura de la ley, como le gusta llamarlo a Putin.
Vladimir Putin, hoy presidente de la Federación Rusa, rescatado de un humilde cargo en la KGB, teniente coronel, para ser elevado a cargos mayores por el primer presidente de la Rusia democrática y capitalista, famoso por su afición a los tragos y la corrupción y quien al final lo nombró su sucesor, a ver que hacía con el atajo de incongruencias, sueños rotos y pesadillas enconadas.
Putin había entendido que el camino hacia el Occidente era largo, por lo que prefirió empinarse por la senda de los países exportadores de materias primas del Medio Oriente, tenía gas y petróleo como ya no tenían Irán, Irak y Arabia Saudita y los dirigió a los países sedientos de crudos de la Unión Europea, construyó oleoductos y gasoductos y en poco tiempo hizo caja para los gastos del Estado, las urgencias sociales y para lo que más le importaba: reconstruir el Ejército.
Son las Fuerzas Armadas que tiene desplegadas en Ucrania, obligándola a firmar un Tratado que es casi una reanexión, que apunta hacia el resto de países del Este si empiezan a portarse mal, que reacuerda a veces que cuenta con 6000 ojivas nucleares y por las cuales pide se le reconozca como una reencarnación de Stalin.