Mi vida en la escuela
Comencé mi educación primaria, en El Batatillo, a los seis años. Me tocó en suerte, una maestra llamada Mery, era un amor de persona. A los pocos días este caramelito de persona fue sustituida por una mujer de carácter hosco, siempre parecía estar amargada. Este último personaje, de cuyo nombre no quiero acordarme, era una mujer alta y desgarbada. Debido a la niñez, mi cálculo de edades era bastante limitado, sin embargo, creo que debía andar por los treinta largos. Soltera para el momento de comenzar a darnos clases, aunque a los pocos meses contrajo matrimonio, pero lejos de mejorar, su carácter pareció empeorar. Durante el tiempo en que fui su alumno, en muy pocas oportunidades, le noté una sonrisa.
Siempre tuve habilidad para la lectura, por tal motivo, con regularidad era requerido para ejercitarla frente a mis compañeros de aula. Lejos de agradarme, cuando era llamado, comenzaba a temblar porque intuía como acabaría aquello. Por supuesto que, a causa del temor que me infundía la educadora, gagueaba y equivocaba los textos. Cuando esto ocurría, la maestra se me acercaba por la espalda, algunas veces para retorcerme las orejas, otras para golpearme con el borrador en la cabeza. Cuando se le exacerbaba el carácter, me golpeaba en los brazos y espalda con una regla de madera en forma de “T”, pero el castigo que mas parecía gustarle, era cuando nos hincaba en un limpiador de pies, elaborado con chapas de refresco, cuya parte cortante quedaba hacia arriba y allí, precisamente, era en donde nos obligaba a arrodillarnos.
Todos se preguntarán ¿Dónde carrizo estaban los padres que permitían esa salvajada? Pues déjeme contarles que, en esa época, los maestros estaban autorizados por los representantes para “disciplinar” a los alumnos, en la forma que consideraran conveniente. En consecuencia, si yo iba con ese cuento a casa, corría el riesgo de sufrir otro castigo por presunción de mal comportamiento. Así que mi actitud era: calladito te ves más bonito. Me consolaba pensando que cuando subiera de grado, me libraría de la arpía.
Mi alegría se desvaneció al inicio del nuevo periodo. Allí estaba, nuevamente, la maestra con su mejor rostro de villana. Debo reconocer que, no solo yo era objeto de castigos, por el contrario, dentro de mi mala suerte, posiblemente era uno de los más favorecidos. Tengo esa impresión porque fui testigo de palizas a correazo limpio que le fueron propinadas a compañeritas. En el segundo grado, debíamos haber aprendido a escribir letra cursiva y perfeccionar nuestro estilo de escritura, pero a mí, el miedo y los golpes, me impidieron afinar el lápiz, carencia que, al día de hoy, todavía me acompaña.
Creo haberles contado que, nuestra escuela estaba ubicada en varias locaciones. Cuando llegué a tercer grado me tocaba ver clases en la casa del Sr. Cruz Sánchez, una vez más me llevé una amarga sorpresa. Nuestra, aparente, eterna acompañante, estaba sentada detrás del escritorio esperando a sus futuras víctimas. Otro año más de golpes y coacciones. Hoy esas acciones serían calificadas como “bullying”, pero en aquel entonces, no era de uso común ese término. Dentro de toda esta tragedia debo confesar que, durante los tres años de esta desdicha vivencial, tuve tres momentos de respiro: cada año, la maestra daba a luz y se ausentaba durante tres meses. Por muy malo que nos resultara el suplente, siempre sería un oasis en medio de ese desierto educativo.
Un viento fresco comenzó a batir para mí, al llegar a cuarto grado. Afortunadamente, en este nivel nos asignaron una nueva maestra, llamada, Rosa López, a quien apodaban “la diabla”. La verdad. no se le veían cuernos ni cola por ningún lado, pero la picardía del varón, a pesar de mi corta edad, me permitía admirar su bien pronunciada y contorneada parte posterior. La profesionalidad y el carisma de esta educadora, me hicieron valorar de nuevo la labor docente y a través de su enseñanza, por fin, pude exhibir el potencial reprimido por el miedo.
Llegué al penúltimo grado de la educación primaria y allí continuó mi buena racha, tuve además de buenos maestros, la suerte de estrenar la sede del nuevo grupo escolar. Edificación que, por vez primera, concentró todos los grados en un mismo sitio. Comencé estudiando quinto grado con un excelente maestro de nombre Erasmo Mejías, quien fue sustituido a los pocos días. Esta temporada tuvo unas características muy particulares: quinto y sexto grado eran dictados por el mismo maestro, en un solo salón y en forma simultánea. Recuerdo que se celebraban debates entre los dos grados y modestia aparte, nunca fui derrotado por un alumno del grado superior.
Mención aparte merece el que sustituyó al maestro Erasmo: Luis Alirio Arriaga, fue mi senséi educativo. Durante dos periodos lectivos, quinto y sexto, me formé bajo su dirección y creo que, ese tiempo fue mi recompensa por lo vivido en los tres primeros grados.
A ese extraordinario maestro, le debo buena parte de lo que he llegado a ser en la vida. Lo recuerdo como un hombre de avanzada edad, alto, calvo, cojo de una pierna, con un brazo medio torcido. Tenía un ojo extraviado, especial característica que le permitía mirar, al mismo tiempo, para dos lados diferentes. Sus carencias físicas eran suplidas por un corazón de oro y una vocación pedagógica a toda prueba.
El Maestro Arriaga me enseñó que, más que la inteligencia y rapidez para captar las cosas, lo que siempre rinde frutos es la constancia en pensar y actuar. Aprendí con él que quien te adula no necesariamente te está ayudando y, por el contrario, quien te adversa, indirectamente, te apoya para fortalecer tu carácter y desarrollar tu intuición; me inculcó que siempre debes poner la mirada lejos, oteando el horizonte, pero sin perder de vista los baches más cercanos, Me aconsejó que todos los días tratara de avanzar, aunque fuera un paso, sin retroceder ninguno. También me ayudó a fortalecer el espíritu lector, a través de un pacto de caballeros: él me prestaba un libro, mi compromiso era leerlo para luego discutir su contenido. Eso ciclo se repitió muchas veces durante los dos años que fue mi guía. Ignoro si el maestro Arriaga continúa vivo, pero a través de este escrito quiero rendirle un sentido tributo.
En el próximo escrito seguiré hablando de mi estadía en Trujillo.
Coordinador Nacional del Movimiento Político GENTE