El «por ahora» del 4 de febrero visto treinta años después (I)
El golpe de Estado del 4 de febrero de 1992 torció el rumbo de la historia contemporánea de Venezuela. Esta es una idea compartida por investigadores, opinadores y políticos.
Pero la opinión se torna más consensual cuando se juzgan los determinantes 72 segundos que duró el mensaje de Hugo Chávez, sembrando una esperanza trocada en falacia con el tiempo.
Tanto es así que abundan quienes sostienen – aventurando una afirmación contrafactual – que de no haberse producido ese sorprendente instante, hoy sería otra la historia.
La coincidencia general se rompe, radicalmente, a la hora de explicar la dirección del cambio producido. En ese momento entran en juego la polarización (sobre todo después del 11 de abril de 2002) y el «compromiso» de cada quien para hacer el balance de los treinta años siguientes.
Saltan de un lado quienes aceptan lo sucedido para justificar el «proceso revolucionario» desatado paulatinamente hasta que los golpistas llegan al poder seis años más tarde.
Del otro lado emergen sus adversarios, en una variedad que cuestiona tanto la ruptura del curso democrático como de la modernización de la nación en la que todos «éramos felices y no lo sabíamos», según reza la ironía popular.
La contemporaneidad del suceso y sus consecuencias son un escollo difícil, casi imposible, de superar para que los intérpretes puedan alcanzar un grado aceptable de acuerdo en torno a lo sucedido y que suele ser evocado desde la posición del testigo, en primera persona.
Tiempo implacable, realidad inocultable
Si evaluamos el hecho por sus consecuencias, el transcurrir inexorable del tiempo ha ido mostrando unos resultados del cambio que dificultan la defensa de lo ocurrido y favorecen la interpretación de condena y repudio.
Conforme han avanzado los años, la opinión crítica del «proceso» apunta a consolidarse.
La llamada «revolución», primero «bolivariana», luego «bolivariana y socialista» y, más tarde, «socialismo del siglo XXI», ya no se sabe exactamente en qué consiste ni qué queda de ella.
El fracaso del socialismo del siglo XXI – mueca del «socialismo real», muerto en 1989 tras la caída del Muro de Berlín – es inocultable y su daño es cuantioso:
– Barrió el sistema político democrático liberal
– Acabó las instituciones republicanas
– Destruyó el aparato productivo nacional
– Diezmó las condiciones de vida de la población… sumiéndola en un insólito estado de miseria.
Paradójicamente, en los últimos tres años, la misma institucionalidad «bolivariana» ha ido acabando cualquier vestigio del sistema económico socialista, impuesto a troche y moche.
Esta «corrección» se ha logrado con un monstruoso ajuste macroeconómico que, en el lenguaje al uso, califica como «neoliberal salvaje».
Así, el socialismo del siglo XXI ha desaparecido frente al avance de una dolarización de facto que ha cobrado cuerpo hasta dominar los ruinas de la economía, con una liberación de precios que derivó en la hiperinflación más alta en la historia del continente, la segunda más larga luego de la nicaragüense, siempre entre las más elevadas en los anales del mundo.
La vuelta en U
Parte también del ajuste es lo que luce como un acelerado saqueo del aparato productivo estatal, incluido casi todo lo expropiado: un remedo de privatización, sin claro objetivo distinto al del enriquecimiento de una élite civil y militar entronizada en la apropiación del Estado.
Sin embargo, no es ocioso advertir – así suene desagradable – que, sobre el proceso abierto por el zarpazo golpista, al no haber culminado y no presentar signos claros de que acabará pronto, cualquier juicio actual de la opinión pública pudiera cambiar en el futuro.
En torno a la interpretación que asume el día del alzamiento militar de Hugo Chávez y los suyos como el nacimiento de un nuevo país de «justicia y de derecho», es aplastante el peso de las evidencias en contra.
El golpe de Estado del 4 de febrero, si a las pruebas vamos, es más bien un punto de inicio de un largo, lento y tenaz proceso de destrucción que ha dejado la nación en escombros.
No significa esto que el alzamiento militar haya sido el factor determinante de la tragedia en la que se ha caído desde entonces: la nación venía en barrena desde casi tres lustros atrás pero, no hay duda del peso de este evento como el principal acontecimiento que aceleró la desestabilización de la democracia y el acabose de la economía.
El propósito de estas notas es más modesto que entrarle al estudio de ese complejo proceso que aterrizó en la felonía militarista.
Apenas pretende dar cuenta – nada exhaustiva – del instante crucial en que el golpe de Estado pasó de una derrota militar a un triunfo político de los alzados, en especial del teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías.
También esperamos avanzar una explicación de lo acontecido a partir del absurdo pulso entre el presidente Carlos Andrés Pérez y su ministro de la Defensa, general Fernando Ochoa Antich durante las dramáticas doce horas que llevó el enfrentamiento contra el grupo golpista.
Para ser exactos, son estas líneas una suerte de crónica del cómo y algo de ensayo del por qué ocurrió el «Por ahora» de Hugo Chávez a las 11:55 de la mañana de ese aciago día, que le abrió cauce a la deriva autoritaria instaurada actualmente en el país,.
Para ello debemos mirar a través del examen de la actuación de sus tres principales protagonistas.
La tarea no es sencilla si se huye del planfleto y se intenta el rigor.
Aún persisten los puntos oscuros sobre las decisiones trascendentales que permitieron la transmisión de ese mensaje y quizás nunca se aclaren.
Aquí va mi grano de arena…