¿Vivimos en el ocaso de la esperanza y la democracia?
En los tiempos de celebración navideña, más allá de la deliciosa gastronomía que la identifica con sus especialidades más apetecidas y del encuentro familiar tan deseado y feliz, incluso a distancia o virtual, la esperanza se convierte en un sentimiento que vislumbra un horizonte positivo y bueno.
La esperanza es una invitación a la acción e impulsa a los seres humanos a resistir las adversidades, a no perder la fe en un cambio posible; a buscar un desenlace que transforme una realidad envilecida, repleta de necesidades, oscura por las carencias, desalentadora y agobiante por el fardo que significa enfrentar cada dificultad de una vida cotidiana acosada por la escasez y las frustraciones acumuladas, en una promesa de vida, de afirmación, de alegría convertida en realizaciones y plenitud.
La esperanza es igualmente una emoción que no es pasiva sino proactiva; es constructora, no reactiva; irradia un poder que brota de la fuerza de creer en un mundo mejor posible y del empuje de una voluntad nutrida de las convicciones prosociales y de una ética de la responsabilidad. Esta última no es una ética de fines ni de intenciones, ni tiene carácter utilitario.
El utilitarismo, que marcó desde la modernidad, la consolidación de la sociedad de mercado y la irrupción y desarrollo de los capitalismos, ha desembocado en nuestros días en la anomia moral y el narcisismo. La globalización implica hoy una conciencia cosmopolita y la urgencia de asumir que estamos embarcados como seres humanos, mujeres y hombres a la par, en una riesgosa aventura común y que depende de cada uno de nosotros el destino de todos como humanidad, presente y futura.
De allí deriva un nuevo paradigma cultural y social que emerge con mentalidad altruista, desde una ética basada en el cuidado del otro, en su inclusión como mi prójimo, como mi semejante. Porque todos somos vulnerables, se sustenta en la compasión y la solidaridad. En el respeto y la mirada al otro como mi igual. Todos somos una única humanidad.
Su principal alimento es el amor y la seguridad de que se cumplirá el proyecto vislumbrado a fines de siglo XVIII, al romper con el absolutismo y el antiguo régimen, promesa aún deseada e incumplida de alcanzar para todos igualdad, libertad y fraternidad. Así como a la nocturnidad siempre va a seguir un amanecer que se abre en mañanas luminosas, a la resignación le sigue la esperanza.
La metáfora más poderosa de esta epifanía, que es un mostrarse por encima de la realidad y superarla, es el misterio del nacimiento del Niño Jesús, Dios con nosotros, en el plano terrenal, cuya concreción celebramos como luz y esperanza todos los años en esta época, veintiún siglos después.
De modo análogo, la democracia no es un hallazgo ni un regalo. Es más que un sistema político. Es un modo ético de coexistencia pacífica. Es el resultado de un proceso complejo de maduración de varios siglos desde su aparición en la Grecia antigua; una construcción laboriosa de instituciones públicas que la configuran, corregida y consolidada desde la modernidad como representación y mediante la división, pesos y contrapesos entre los poderes del Estado, cuyos artífices han sido muchas generaciones.
En el presente se encuentra amenazada o rota, tergiversada o pervertida. Sus valores fundamentales, como destaca Anne Appelbaum en El ocaso de las democracias (2020) son todo lo que ha sido propio de las democracias representativas y liberales: estado de derecho, división de poderes, sociedad abierta, reconocimiento de la competencia y de las competencias de quienes aspiran a acceder al poder, respeto por los otros, búsqueda de equidad y de inclusión e igualdad de oportunidades.
El denominador común de los regímenes de gobierno que contradicen la democracia, que Appelbaum llama “Estado unipartidista anti-liberal”, además de que no son una filosofía política como lo fue el marxismo, sino un mecanismo para mantener el poder que funciona en compañía de múltiples ideologías, es el autoritarismo.
Appelbaum toma la definición de «autoritarismo» de Karen Stenner, quien destaca que no es de naturaleza política, y no es lo mismo que el «conservadurismo». El autoritarismo es algo que atrae simplemente a las personas que no toleran la complejidad: no hay nada intrínseco «de izquierdas» o «de derechas» en ese instinto.
Se trata de una concepción del poder meramente antipluralista; recela de las personas con ideas distintas, y es alérgico a debates públicos.
Ella considera irrelevante que quienes lo tienen deriven en última instancia su postura política del marxismo o del nacionalismo. Es una actitud mental, no un conjunto de ideas. Existen numerosas versiones distintas del Estado unipartidista antiliberal, desde la Rusia de Putin hasta las Filipinas de Duterte. Todos estos regímenes pretenden redefinir sus naciones, reescribir los contratos sociales y a veces alterar las reglas de la democracia para no perder nunca el poder.
Appelbaum teme que haya una ola de autoritarismos que destruya la democracia y nos introduzca en una era de oscuridad frente a la irradiación característica de sentimientos libertarios, de emociones políticas constructivas para la convivencia: respeto a las diferencias, a los derechos humanos; tolerancia a la diversidad, pluralismo, debate público de ideas, representatividad de los liderazgos y búsqueda del bien común, más allá de intereses personalistas. ¿Podrán los líderes estar a la altura de su responsabilidad histórica para contrarrestar esta tendencia?
@martadelavegav