La Venezuela de afuera
Anidarse fuera del país era un hecho bastante extraño entre los venezolanos, apenas registrado como un recuerdo personal o una anécdota que no pasaba de la esfera familiar o grupal.
La fabulosa renta petrolera aseguraba las condiciones para fijar la población en el territorio nacional y atraer emigrantes de muchas partes del mundo, después de la 2da Guerra Mundial Venezuela acogió a casi un millón de europeos, principalmente españoles, portugueses e italianos.
A partir de los años sesenta recibió más de dos millones de latinoamericanos y caribeños, medio millón de musulmanes e igual número de chinos.
La emigración no era una opción para los venezolanos. Irse era un acto prácticamente impensable, reservado para el exilio político, una oportunidad de mejoría imposible de rechazar u otras excepciones.
«Allá no teníamos que comer»
Ir al destierro es una decisión compleja, de las más difíciles en la vida. Para quienes dan ese paso a motu propio encierra un deshojar la margarita sobre múltiples factores no así para quienes son empujados por la crisis como única alternativa, pero todos aterrizan siempre en una aventura que reverbera en las personas y su grupo familiar.
El componente afectivo que entraña es tal vez el más poderoso obstáculo a vencer para tomar la determinación o verse obligado a irse a echar raíces fuera del país de origen. En los ruegos y consultas que produce la salida se pone lo que resta del ánimo espiritual. Apartarse de los suyos y de su entorno no es una determinación sencilla, libre de carga emocional de alta incidencia.
Emigrar despierta el natural miedo a enfrentarse a lo desconocido. A no saber cuán firme es el nuevo terreno a pisar, a andar por vericuetos desconocidos. Es una resolución que oscila las perspectivas de vida. Altera todas sus líneas y trazos. En un trágico testimonio de 2019 múltiples veces repetido con algunas variantes se relata: «Viajé con muchas ilusiones, por mi profesión pensé que iba a poder trabajar y ayudar a mi familia. Todas esas ilusiones, con el tiempo se fueron derrumbando. Salí con una maleta llena de ilusiones y llegué con una bolsa llena de desilusiones».
“Si uno supiera lo que iba a enfrentar, tal vez no hubiera salido”, han dicho algunas personas, pero luego al mirar al horizonte afirman que no regresarían a su país de origen a pesar de los retos que deben enfrentar con los procesos de regularización e integración en su nuevo destino. “Allá no teníamos que comer, acá por lo menos tenemos las tres comidas, con 5 dólares podemos comprar algo para comer”, informa ACNUR.
La dimensión de la tragedia
La propaganda oficial de la dictadura sobre supuestos retornos masivos de migrantes no puede ocultar la dimensión de la tragedia, borrar su impacto es un objetivo inalcanzable ni siquiera con su grosera hegemonía comunicacional.
La crisis que ha hecho jirones a Venezuela desatando una Emergencia Humanitaria Compleja, ha desgajado del territorio nacional alrededor de 7 millones de venezolanos, según los números referidos por OEA.
Por su parte, ACNUR informa de «5,9 millones de personas refugiadas y migrantes de Venezuela en todo el mundo». Define a los refugiados como «una persona que no puede retornar a su país de origen debido a un temor fundado de persecución o graves indiscriminadas amenazas contra la vida, la integridad física o la libertad”. Y a los migrantes como «todos los casos en los cuales la decisión de migrar es tomada libremente por la persona en cuestión por razones de ‘conveniencia personal’ sin la intervención de factores coercitivos externos».
Pero seis o siete millones de venezolanos emigrantes, un poco más un poco menos, son cifras descomunales, que se agigantan cuando descubrimos que rondan un quinto o un cuarto de la población total del país, proporción que podría alcanzar niveles más dramáticos si, como todo indica, no se producen los cambios políticos y económicos esperados que mejoren las condiciones de vida de la población.
Cualquiera sea su status jurídico es un drama que cobra ribetes particularmente trágicos para quienes debieron irse en las siguientes circunstancias: «Esa noche el pueblo fue atacado por tanquetas de la Guardia Nacional, hubo un pequeño enfrentamiento en el puente, con gases lacrimógenos, disparando sin saber a dónde, salieron afectados muchos niños por los gases. En la madruga me llamaron y me dijeron que tenía que salir del municipio con mi familia. Salimos como si fuéramos delincuentes, recogimos lo más que pudimos y hasta dejamos la casa abierta, por los nervios», según registro de ACNUR en 2019.
O peor aún, como el dolorosísimo caso de los 32 náufragos de Güiria, que en diciembre de 2020 encontraron la muerte ahogados al hundirse en el mar la endeble embarcación que los trasladaba en un desesperado viaje por mar hacia Trinidad. Un familiar de las víctimas en pleno duelo por sus pérdidas dijo a «El País» de España: “Acá en Güiria la cosa está fea y todo el mundo está buscando cómo irse. No tenemos ni gas para cocinar y todo es diez veces más caro acá. Como todos tenemos familia en Trinidad, ellos se iban a pasar las Navidades allá con una hermana. Mis dos sobrinos iban ahí y uno de ellos se iba a quedar, porque acá no hay nada que hacer”.
«Me puso a hacer cosas que no se pueden contar»
La convicción más precisa, para quien toma la decisión del destierro como parte de una oleada de gentes de un país abatido por una crisis global, es la de pensar que en su tierra ya no hay futuro por lo que solo fuera podrá encontrarlo: «Dejamos todo en Venezuela. No tenemos un lugar donde vivir o dormir y no tenemos nada para comer”, dice Nayebis Carolina Figuera, una venezolana de 34 años que huyó al Brasil, reseñada por ACNUR.
La desesperación es tan grande que en el juicio personal de cada quien se redobla la voluntad de correr cualquier riesgo y los peligros de las travesías a pie. Ana, mujer venezolana en Ecuador, reveló a ACNUR que caminó «por 11 días y tuvimos que dormir a la intemperie. Nos fuimos porque nos amenazaron con matarnos. Mi hermano fue asesinado … Casi me matan también”. Gerardo, padre venezolano en Perú, narró que le había llevado «más de siete días llegar a Perú. No teníamos nada que comer al final. Tratamos de ahorrar todo para nuestro hijo, pero también pasó más de 24 horas sin comer un bocado. Solo tiene tres años».
Otro entrevistado por el organismo internacional dijo que «Debido a la pandemia aquí en Lima, Perú, [la situación] ha sido muy compleja porque se nos ha puesto difícil por el tema de la cuarentena. Yo siendo padre de familia tuve que tomar la decisión de salir de Lima porque no hay trabajo y tomé la decisión de irme caminado desde Lima hasta la frontera de Ecuador pidiendo cola en mulas. (…) En el camino conocimos padres con sus bebés de meses hasta niños pequeños de 2 años y 3 años caminando, también».
Los horrores del desprecio xenófobo han derivado hasta en abuso sexual: «Hubo momentos que uno no quisiera recordar jamás. Se aprovechaban de nuestra situación. En una ocasión, en un lugar de Colombia donde hace demasiado frío, le pedimos a un “gandolero” que nos sacara de ahí (…) Me tuve que arrodillar para que me sacara de ese lugar porque el frío me iba a matar. Y el señor sí nos dio la cola, pero igual, se aprovechó de la situación, me puso a hacer cosas que no se pueden contar», recoge en 2019 una publicación de ACNUR 2019.
La xenofobia ha alcanzado grados impensables de agresión y violencia contra migrantes venezolanos. Recientemente en Chile le fueron quemadas sus carpas donde se refugiaban. La violencia ha sido estimulada incluso por los dirigentes políticos, abundan los casos en Perú, Colombia y muchos otros países.
La gigantesca herida de la diáspora
Los venezolanos huyen de una tragedia que parece no tener fin al menos en el corto o mediano plazo, abrigando la esperanza de encontrar condiciones para aliviar sus penurias y contribuir con la de quienes dejan atrás.
Ese desgarramiento humano del territorio nacional se hace más desconsolador al saber que el 90% (seis millones) se han ido entre 2017 y 2021 (en 5 años).
En su ensayo «La Gran Migración» Hans Magnus Enzensberger, notable ensayista alemán, recuerda que «entre 1851 y 1901 [en 50 años] emigraron alrededor del 71 % de los irlandeses», aproximadamente 6 de 8,5 millones.
La comparación revela la magnitud de la diáspora venezolana. Es un dato doloroso que dibuja la herida inmensa y profunda que ha dejado sobre la nación. Y la amenaza de que aumente el desplazamiento de los refugiados entumece el alma nacional.
El desguace demográfico de Venezuela anda sin precedentes en América Latina, ninguna otra tragedia poblacional en el continente durante los dos últimos siglos ni siquiera se le asemeja.
En proporción, la diáspora criolla supera incluso el drama de Haití, estimada por ONU en cerca del quinto de la población, próxima a los dos millones de personas forzadas a dejar su tierra después del devastador terremoto de enero de 2010, más del doble del tiempo en que ha ocurrido la venezolana.
La diáspora de doce millones de mexicanos, aunque más numerosa, ronda sólo el 10% de la población total del país azteca y su ocurrencia se ha espaciado por cinco o seis décadas.
La nicaragüense anda en un 10% de su población. Y los cerca de seis millones de colombianos que viven fueran de su país anda en un 12% de su población. En el ámbito mundial, la tragedia venezolana se acerca a la de Siria, con la diferencia de que la diáspora en ese país es producto de una guerra.
Una nación de parias que no se deja
La dimensión de la catástrofe se aprecia con mayor nitidez cuando advertimos que el número de emigrantes es la misma cantidad de habitantes que tenía el país en 1958, cuando los venezolanos se dieron la democracia como forma de gobierno.
Siete millones de venezolanos es una cifra difícil, inmanejable, que estalla en conflictos de toda índole. Son los visitantes inesperados que se vuelven un factor del juego político en los países donde llegan.
La indefinición de su status jurídico es terreno abonado para que en torno a ellos se tejan intereses y despierten sentimientos encontrados de afirmación y negación, aceptación y rechazo, uso y abuso, solidaridad y xenofobia, sinceridad y manipulación.
En su mayoría, andan en condición de parias o como desplazados excluidos de las ventajas que gozan los nacionales del país en donde se encuentran. En una condición de ciudadanos de segunda o simplemente como ilegales.
El drama de la mayoría de los emigrantes venezolanos es ese capitis deminutio que enfrentan día a día, en la calle, en los puestos de trabajo, ante las instituciones nacionales, en la xenofobia que los agrede y trata con desprecio. Sin que ello disminuya su afán de luchar personal o colectivamente por mejorar su situación.
La voluntad de salir adelante
Pero no todo es trágico. Allende las fronteras nacionales hay una Venezuela que late por el mundo cuyo papel será determinante en el futuro de la nación.
La diáspora venezolana tiene también una potencialidad que se expresa en triunfos individuales y colectivos en el arte, la ciencia, el deporte y en muchas cosas más con mayor o menor intensidad de acuerdo a los sitios en las que se ubica.
La aprobación del TPS en Estados Unidos, con una comunidad de más de medio millón de venezolanos, ha dado mayor estabilidad que repercutirá en un mejoramiento sustancial de sus condiciones de vida y en su aporte a ese país. Una eventual aprobación de la Ley de Inmigración, ofrecida por la vicepresidente Kamala Harris, reforzaría con creces esa tendencia.
Los avances en los reconocimientos a favor de los migrantes venezolanos por parte de Colombia, donde hay dos millones, es una ventaja que de seguro será aprovechada y redundará con creces en el país hermano.
La conciencia de su elevado número le ha dado fortaleza que deviene en organización y en movilización, el manejo de las redes sociales y las ONG ha ayudado mucho en esos cometidos y en su mayor dinamismo. Por lo demás, no es un mero dato que la gran mayoría de los venezolanos tiene además experiencia en la lucha política contra la dictadura.
El alto nivel educativo promedio es, con mucho, superior al de otras comunidades de inmigrantes e incluso al de los nacionales, dice Encovi que el 56% de los migrantes es bachiller y el 32% tiene educación superior. Un 39% habría cursado algún año de educación universitaria o había completado estudios a ese nivel.
Ventaja a la que se suma su juventud, según Enjuve, «51% de quienes dejaron el país en los últimos cinco años son jóvenes de 15 a 29 años y 90% si se considera el tramo de 15 a 49 años». Son «jóvenes en edades activas, cuya principal razón de emigrar es la necesidad de buscar empleo en otro país (86%)».
Los avances en la condición jurídica de los venezolanos será, sin duda, una fuente para mayores éxitos. Mientras tanto, el denuedo y la voluntad de salir adelante es el mejor signo de la Venezuela que crece afuera, siempre pensando y ayudando en y a la que sigue adentro.