Un país rico de gente pobre

Opinión | octubre 9, 2021 | 6:24 am.

Que Venezuela es un país inmensamente rico, colmado de todo tipo de recursos naturales, en el cual se nada (se nadaba) en la abundancia, es una vieja idea ampliamente afirmada por su gente y buena parte de la opinión pública mundial.

Cualquier venezolano se hincha de orgullo al hablar de todas los maravillas con que cuenta su país, sorprende la rapidez con la cual enumera: petróleo, hierro, oro, diamantes, uranio, coltán, potencial hidroeléctrico, paraísos naturales, etc., como los principales elementos de esa riqueza no obstante se encuentren abatidos por una insólita pobreza.

Y no es difícil encontrar un extranjero que se refiera a las bondades con que la gracia divina plenó esta tierra, en especial si es un inmigrante que fuera recibido con los brazos abiertos y oportunidades para emprender y establecerse en ella.

El mito nace con el país

Aunque en la actualidad el juicio de la Venezuela rica se asocia, principalmente, a la enorme renta petrolera de la cual ha vivido la nación por más de cien años, la mayor parte de ese tiempo con un acelerado y alto crecimiento económico, el concepto es muy anterior.

El origen data de algo más de 500 años, sin ser además Venezuela el único país latinoamericano señalado de rico.

Los relatos de Cristóbal Colón están repletos de referencias a las riquezas americanas, baste señalar que el genovés menciona 139 veces la palabra oro y en contraste refiere 51 veces la palabra Dios o Nuestro Señor en sus diarios y cartas, donde describe con lujo de detalles todo lo que va descubriendo en sus cuatro viajes a América.

La exuberancia del continente americano y las riquezas encontradas junto a la sed de oro y metales preciosos que animaron a los conquistadores españoles desde un comienzo, fueron factores que abonaron en favor de esa mentalidad.

El maestro mexicano Daniel Cosió Villegas afirmaba en 1923 que México debe al español «la perniciosa leyenda de una riqueza fantástica de su territorio. Han sido los conquistadores –Hernán Cortés el primero, en sus cartas–, quienes fueron formando poco a poco la leyenda de nuestra enorme riqueza».

La expresión «valer un Perú o un Potosí», que según la Real Academia Española quiere decir que algo es sinónimo de «riqueza extraordinaria», habla por si sola de la impresión de opulencia que los actuales territorios de Perú y Bolivia dejaron durante la colonización española en América.

El impacto llegó hasta el inmenso Miguel de Cervantes que a pesar de nunca haber estado en América trasformó la palabra Potosí, que nombraba al cerro rico de plata en la Villa Imperial del mismo nombre, en un adjetivo cuando acuñó la expresión «una mina potosisca».

Y a pesar del fin de aquella etapa de prosperidad no falta un peruano que siga considerando «inmensamente rico» su país.

El Dorado

La idea de Venezuela como país rico se remonta también a la misma llegada de Cristóbal Colón, en 1948, a las costas de la península de Paria maravillado por lo que había descubierto al tocar Tierra Firme.

Es asaz conocida la afirmación del Almirante en su carta a los Reyes Católicos de España de haber llegado a esta «Tierra de Gracia», en la que «se halla el Paraíso Terrenal», abundante en «oro, perlas y piedras preciosas».

La percepción en los conquistadores de Venezuela como un país repleto de riquezas se fue multiplicando sin cesar.

El mito de El Dorado, la ciudad hecha de oro, con su capital Manoa, sirvió para la reproducción de la creencia que dominó al menos durante dos siglos la imaginación colectiva determinando en gran medida durante ese tiempo la historia de la naciente Venezuela.

A la visión de Colón le siguió la de los Welsers: Ambrosio Alfínger, Nicolás Federmann, Jorge Spira y Felipe de Hutten, llegados a Coro y Maracaibo, con amplios derechos sobre estas tierras en cobro a los préstamos hechos a la corona española, pero sobre todo atraídos por la leyenda de El Dorado. Aquellos banqueros alemanes se desplegaron en aventuras, una tras otra, extendidas por varias décadas alimentando el ideario de los conquistadores y primeros pobladores coloniales de las fabulosas riquezas en las entrañas del territorio.

Poco después, muchos otros conquistadores españoles presos de la misma ambición dejaron por igual la vida en sus correrías por aquellas tierras ignotas.

Pero los continuos fracasos no detuvieron la fiebre por la riqueza mágica e infinita de El Dorado con la que soñaban, recios y curtidos capitanes españoles continuaron durante el siglo XVI la zaga de los Welser.

Destacan en aquel delirio: Diego de Ordaz, Sebastián Benalcázar, Gonzalo Giménez de Quesada, Francisco de Orellana, Pedro de Ursúa, Fernández de Zerpa, Pedro Maraver de Silva, Antonio de Berrío y otros que se internaron por el territorio hacia América del Sur en expediciones muchas de ellas sin mayor éxito en su búsqueda, mientras los indígenas alimentaban el mito para quitárselos de encima enviándolos a confines remotos.

«La movediza ubicación de El Dorado -relata el padre Luis Ugalde- pasó de los Llanos de Nueva Granada y la Selva Amazónica, al Orinoco hasta ir ubicándose en Guayana, hacia las cabeceras del Caroní. El territorio mítico pasó de la imaginación a los mapas que hasta fines del siglo XVIII pintaron en esa región guayanesa el inmenso Lago de Parima, en cuya orilla estaba la dorada ciudad de Manoa».

La creencia en el mito de El Dorado llevó al Gobernador Manuel Centurión a organizar todavía bien entrado el siglo XVIII (en 1773 y 1775) dos expediciones al lago Parima. Los de la segunda fueron apresados por los portugueses y llevados a Rio Negro. «Ésta última, que parecería extemporánea en pleno siglo de las “luces” y de la Ilustración, terminó informando que ya habían encontrado el Lago Parima y su capital Manoa.»

En las magníficas y hermosas relaciones geográficas de conquistadores y viajeros posteriores, quedó en letra la mirada de los expedicionarios describiendo cuanto le maravillaba e iban descubriendo a su paso, agudos testimonios de la el prodigio de esta tierra plena en recursos naturales.

El oro negro

Cuando casi de súbito apareció la riqueza petrolera en Venezuela, en especial a partir de 1922 con el reventón del pozo Barroso No 2, se revitalizó el sueño del país rico, hasta entonces debilitada o casi desaparecida por la tanta pobreza de sus habitantes durante el siglo XIX y comienzos del XX. Al mito de El Dorado le sucedió el de un nuevo Dorado, alrededor de los pozos petroleros.

Al petróleo se le llamó entonces el oro negro para significar la riqueza que representaba. Se iniciaba un episodio más, que por cierto parece llegado a su fin, de la narrativa que presentó como rica a la nación venezolana.

Pero hoy en día, más que en cualquier otro momento de su historia, la situación es muy distinta, una inmensa y voraz plaga de dimensiones bíblicas parece haber devorado cualquier vestigio de riqueza en Venezuela.

La nación ha sido arrasada por una mega devaluación hasta casi desaparecer su signo monetario junto con una hiperinflación galopante que hace, sino imposible, muy difícil el acceso de los pobladores a los bienes de consumo básico.

El país no tiene rumbo. La pandilla gobernante lo saquea sin escrúpulos, cual botín de guerra, diezma a límites impensables la industria petrolera. Destruye el aparato productivo del país en nombre de una vetusta ideología asumida como coartada para asaltar el tesoro nacional. Los venezolanos viven una pesadilla que parece no tener fin.

Venezuela es un país rico de gente pobre. Aserto breve pero nítido de lo que es hoy. Los hambrientos transitan por los basureros para consumir cualquier desperdicio o desecho en sustitución de alimentos. La precariedad de los servicios públicos merma las condiciones de vida a niveles dramáticos. Más de siete millones de venezolanos, un quinto de su población, se ha marchado en un éxodo que rememora imágenes dantescas de otras latitudes. Los signos de pobreza son inocultables. La antigua tierra de la esperanza fue inundada de miseria por doquier.

Los datos fríos de la realidad

La reciente aparición de la encuesta Encovi-2021, estudio hecho por la Universidad Católica Andrés Bello, desnuda con frialdad el trágico contraste de la pobreza en un país con una riqueza para el exclusivo disfrute de la minoría que lo azota.

La investigación resalta que el Producto Interno Bruto de Venezuela, valor monetario de todos los bienes y servicios producidos por el país, ha caído en 74% entre 2014 y 2020, una tragedia solo comparable a países en guerras muy cruentas.

Semejante destrucción de la economía ha devenido en una pobreza general que abate al 94,5% de la población y una pobreza extrema que mata lentamente a un 76,6% de la misma.

Los datos de EncoviI-2021 muestran una aterradora discontinuidad demográfica. El tamaño de nuestra población se redujo a 28,7 millones. El crecimiento demográfico en el último quinquenio fue negativo en -1,1%.

El estudio dice:

«Somos menos porque poco más de 4 millones de personas dejaron el país en el período 2015-2020».

«Somos menos porque hay 340 mil nacimientos que no se produjeron, debido a que migraron las potenciales madres.

«Somos menos porque los riesgos de morir han aumentado. Tenemos la tasa de mortalidad infantil registrada hace 30 años (25,7 por mil)».

«Las generaciones nacidas en el período de crisis (2015-20) van a vivir menos años que quienes nacieron antes (2000- 05). Hay una pérdida de casi 3 años en la esperanza de vida».

«Los pronósticos previos a la crisis daban una esperanza de vida de más de 83 años para el 2050. Ahora se calcula 76,6».

«La situación de pobreza aumenta los riesgos de exclusión educativa. Cerca de la mitad de los niños no accede a la educación inicial. Los hogares buscan maximizar el aprovechamiento de su fuerza de trabajo para compensar la merma de los ingresos familiares».

Es alto el costo de oportunidad de permanecer estudiando. El Programa de Alimentación Escolar (PAE) cae de 4,5 millones a 1,3 millones los escolarizados, solo abarca el 19% de la población estudiantil.

Pregunta que avergüenza

La Venezuela de los días que corren es tierra yerma en la que nada crece salvo las tragedias, cada día nos vuelve la mente hacia las «Casas Muertes» de las ficciones de Miguel Otero Silva, recuerda el arruinado Potosí sin posibilidad de recuperar su antiguo esplendor de plata, remite a la olvidada Cubagua de las perlas, isla en la que ni siquiera paran las aves marinas, como diría Uslar Pietri.

Vergüenza e indignación aparte por la nación depauperada, una vez consumada la destrucción de la industria petrolera que nos mantenía, esta reflexión sobre la actual situación de Venezuela y los venezolanos nos lleva a la inevitable pregunta:

¿Por qué un país rico como Venezuela tiene el 95% de su población en condición de pobreza?

La respuesta a este desmadre puede situarse en muchos planos.

En el de la política que serviría para imputar, sentenciar y castigar a quienes desgobiernan con barbarie y depravación; pero también, sin igualar las culpas, a quienes dirigen la acera de enfrente con continuos desaciertos, sorderas, absurdas ambiciones y nulas explicaciones.

En la economía para apuntar incapacidades e intereses, que vienen de muy atrás junto a errores deliberados, que impidieron el uso responsable y sabio de la riqueza petrolera y que descubrirían sorprendentes responsabilidades.

En el social como escenario para auscultar y curar algunos males clientelares y populistas sin corregir que socavaron la sociedad.

Aunque ninguno como el ético y moral, erosionado por un incontrolable deslave que gangrenó el cuerpo social y exige una profunda reforma educativa que no solo forme para la creación, el trabajo productivo y el emprendimiento sino también para que sane con valores universales y respeto a los derechos humanos el espíritu ciudadano de la nación.

Queda pendiente la tarea de construir una ruta que supone como punto de partida un gran consenso nacional, un entendimiento que reconcilie y reponga la convivencia nacional sobre la base de la reconstrucción del sistema democrático liberal. Tareas que deberán involucrar a todos quienes por esta tierra moran y a quienes estando afuera tienen acá sus ancestros y su identidad.