A la memoria de Alfredo Armas Alfonzo
No me di cuenta cuando estaba en plena calle. Perplejo y como hipnotizado. Había ido a visitarlo en su casa de la urbanización Colinas de Bello Monte, en la Caracas de inicios de los 80. Al entrar por la sala lo primero que me sorprendió fue la gran cantidad de objetos, cruces rescatadas de viejas iglesias, grandes espejos, estatuas de cristos y vírgenes, relicarios, taburetes y poltronas. Mirando a otro espacio, cerros de revistas, ediciones completas de enciclopedias, periódicos de diversos años en grandes torres de papel.
Alfredo Armas Alfonzo (1921-1990) apareció de entre las sombras con el ‘machote’ de la revista. –Por aquí podemos sentarnos, Juan. Hizo un espacio cerca de la cocina. Me había invitado a su casa para revisar los contenidos de la publicación donde fungía como asesor literario. Lo menos que acataba a asimilar eran las recomendaciones para sacar la edición final. Mis ojos estaban sobre esos rostros de ángeles rescatados de aquellas antiguas iglesias de los pueblos que Alfredo (re)construyó en una de las mejores ‘poéticas’ de la narrativa venezolana de la modernidad.
Porque la base sobre la cual se sostiene la cuentística de Alfredo Armas Alfonzo contiene un sustrato esencialmente poético, como ocurre también con Julio Garmendia, que se adelanta al llamado cuento fantástico latinoamericano.
Y es que Alfredo supo construirse su propio universo narrativo desde su origen, en las márgenes de las tierras de la cuenca de Unare, esa inmensa extensión de territorio que habitó con su heredad. Cientos de seres humanos desfilan a través de sus cuentos a más de los miles de actantes que en momentos se erigen como memoria viva y sirven para poetizar el entorno, donde la floritura es presencia en los rostros de una vastedad de familia que es, en definitiva, toda la ‘orientalidad’ y más allá del tiempo/espacio, que es presencia en todo lo que sucumbe y deviene memoria del estremecimiento, melancolía y soledad en claroscuros, donde las querencias se amparan, abrazan y guardan sus misterios, sus silencios.
La presencia de Alfredo en mi vida ha sido de un esplendoroso aprendizaje. De sus labios conocí del más remoto pasado de esta Tierra de Gracia. También por sus acertadas sugerencias como asesor editorial, y sus comentarios sobre su obra, sobre la literatura venezolana, sobre escritores de su generación. También la mañana cuando me llevó de obsequio uno de sus libros, Angelaciones (1979). Una edición de la Universidad Simón Bolívar, con prólogo de Efraín Subero, y con una preciosa dedicatoria.
Hoy, cuando me encuentro de nuevo con el libro, abro y releo lo escrito. Me sigue sorprendiendo esa caligrafía de maestro, tan hermosa y tan personal. La pude apreciar de nuevo, a mediados de los años 90, en Cumaná, en la Casa Ramos Sucre, en ocasión de un homenaje a su vida y obra. Había cuadernos con la escritura de su puño y letra. Entonces vinieron a mí los tiempos en Caracas y la visita a su casa, la lectura de sus libros, las largas conversaciones y su inmenso amor por Venezuela y su pueblo, Clarines y las tierras de Unare.
Mientras le escuchaba en su casa, seguía contemplando esos restos de cruces, de espejos que venían de antiguas iglesias. Esos casi descuartizados ángeles que estaban tan cerca de mí, como queriéndome abrazar. Entonces pensé, como ahora, que de seguro eran los restos de esos tiempos cuando se habían fundado los pueblos de la costa venezolana, como El Manjar (Puerto Píritu), como Nuestra Señora de Los Clarines, como las rancherías cercanas a la laguna de Uchire, como Santiago de los Caballeros en el sitio de El Salado, o Nueva Barcelona del Cerro Santo, y más allá, hasta San Antonio de Padua de Guaipanacuar, San Felipe de Austria (Cariaco). –Y tienes razón, Juan. –Mis historias no son solo de mi familia consanguínea, también puede tratarse del poblamiento de todo o gran parte del oriente venezolano. Hablamos de los tiempos del último conquistador, del catalán Joan Orpí i del Pau y su Nueva Cataluña. –Hasta los indios palenques salen por ahí, -me comentó. El cacique Charuán lo pongo a pelear contra el mismo Bolívar hasta ponerlo en desbandada, cosa que es verdad.
En esa conversación aparecieron viejos nombres, la estirpe de los Armas, los Alfonzo, también las antiguas historias de espíritus que siguen poblando las tierras del Unare, la muerte de conquistadores, como la de Diego Fernández (o Hernández) de Serpa, las súplicas de patriotas y realistas, las escaramuzas republicanas y la devastación de la tierra. La sed perpetua y la infinita soledad de la noche de los tiempos hasta nuestros días.
-Cuando se haga un recuento y búsqueda del venezolano auténtico, el verdadero, habrá que ir a los registros bibliográficos como se hace con las especies que se han extinguido. Resuena hoy, después de casi 40 años, su afirmación como un eco, como un duelo melancólico que se hace tan real.
Hoy me refugio en la memoria de Alfredo Armas Alfonzo para adentrarme en una historia común, ancestral, asombrosamente actual, esplendorosamente soportada en una lengua colmada de plenitud y amorosa, llena de cadencias, poética, sabedora de historias y plena de sabores y olores. Una amorosidad de semejanzas que, en la cortedad de su escritura, se complace en un narrar la trascendente y cotidiana vida.
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