La despedida de Thomas Boswell y la saga de Miguel Cabrera
Después de casi 50 años escribiendo sobre deportes en el Washington Post, particularmente sobre béisbol, Thomas Boswell ha decidido colgar su guante. Este cronista ha escrito sobre béisbol como nadie, con una gran calidad, humor y claridad de análisis. Hace muchos años me encontré con sus libros: “Como la vida imita a la serie mundial” y “El tiempo comienza al inicio de la temporada” y me quedé para siempre capturado por la manera como en sus crónicas eleva el béisbol a una categoría existencial. Dice en uno de ellos: “El béisbol es como la vida. Nos permite lidiar con nuestras decepciones y recuperarnos, día a día, del dolor. Es como si solo existiera el presente”. Hablando de la soledad del bateador emergente, Boswell nos dice: “Su sola compañía en el plato es su confianza en sí mismo, algo tan poco razonable como digno”.
Boswell nos transmitía que el béisbol es lo más parecido a la inmortalidad, ya que después del juego de hoy siempre habrá otro mañana. El béisbol vendría a ser algo así como la evidencia de la rencarnación.
¡Y tantos héroes! De la hermosa y desgarradora historia de Lou Gehrig a las proezas de Carl Ripken, de los jonrones de Hank Aaron a la superación de la adversidad de Andrés Galarraga y a la saga de Miguel Cabrera.
Vivir pendiente del béisbol ha contribuido significativamente a mi felicidad, manteniendo una buena parte de mi alma anclada en la niñez. Desde que cumplí 8 años, cuando mi padre me llevó por primera vez al viejo estadio de San Agustín a ver a Vidal López lanzar contra Cocaína García, no he dejado de atar mi bienestar – para bien o para mal – a los vaivenes de mis ídolos.
Cuando era un niño pasaba un día de euforia al ver que Benítez “Redondo” lograba una gran actuación. Luego, en plena madurez y ya en el tope de mi carrera profesional, tomando decisiones que involucraban millones de dólares, mis mejores días eran los días en que Carrasquelito o Concepción o Galarraga bateaban un jonrón o hacían una gran atrapada. Aún hoy, en plena ancianidad, cuando ya he aprendido lo que Ítaca significa (Ver poema de Kafavis), ver a uno de mis jugadores preferidos hacer algo destacado inunda mi organismo de endorfinas.
Hoy asisto, con intenso placer vicario matizado de cierta ansiedad, a la saga de Miguel Cabrera, ya en el ocaso de su excepcional carrera, persiguiendo el sitial último que le colocará como grande entre los grandes, superar el nivel de 500 jonrones y 3000 hits. Actualmente está en 494 jonrones y 2919 hits, con un promedio de bateo de por vida de .311. Tiene excelente posibilidad de alcanzar los 500 jonrones esta temporada y alta probabilidades de alcanzar los 3000 hits en la campaña del próximo año. Cada día que pasa, cada hit que conecta, lo lleva a superar el record de alguien que ya está en el hall de la fama del béisbol. Ayer pasó al inmortal Lou Gehrig en jonrones. Cada día que pasa hace historia.
Al inicio de esta temporada tuvo una actuación tan pálida que yo estaba a punto de escribirle que se retirara, para ahorrarse la humillación del atleta que no sabe cuándo decir adiós, pero con el calor del verano ha rejuvenecido y durante el último mes ha bateado para .323, elevando su promedio significativamente y acercándose a la meta deseada. Le pido excusas por haber dudado.
Gracias doy a mi infantil adicción por el béisbol, por darme momentos de alegría en una época de mi vida que ha sido particularmente dura, como lo ha sido – de una forma u otra – para casi todos mis compatriotas. Mi inmadurez beisbolista me permite olvidar por largos ratos a Maduro, nombre que se escribe con M de miserable. Cuando regreso de la ensoñación del béisbol a la realidad de Maduro ciertamente no pienso en un diálogo sino en la necesidad de que se le aplique al miserable todo el peso de la justicia terrenal y divina. Nunca en mi vida había llegado tan cerca de odiar a nadie, con una intensidad de la cual mi componente civilizado no se siente orgulloso.