Los cuatro tiempos de la oposición (III)
Continuamos, paciente lector, pasando revista a este grueso resumen de la historia de la oposición en estos casi 23 años de hegemonía chavista. Y cerraremos hoy el punto en que estamos:
2. 2002-2005: primera ruta extremista…
…pasando a su literal…
c. La abstención del 2005:
Es cierto, antes estuvo el revocatorio de 2004. Sin embargo, al igual que el breve período de diálogo y negociación entre el 13A de 2002 y el inicio del paro, no es propiamente expresión, al menos no pura, de la ruta extremista, sino de esos «interregnos» en que ruta democrática y ruta extremista procuraban convivir y se solapaban.
Cuando en 2002 rechazábamos el paro indefinido («indetenible», según el tonto eufemismo de Ortega), postulábamos la idea de esperar pacientemente al 2004.
-¡¿Hasta el 2004?!, nos respondían ofendidos los exaltados extremistas, y continuaban: ¡El país no aguanta hasta el 2004!
Henos aquí, pues, en 2021. Y aún hoy, como se decía de los borbones, la oposición extremista ni olvida ni aprende.
Lo cierto es que debido al brote extremista del golpe de Estado militar del 12A (no a la rebelión popular del 11A) y al paro insurreccional de 2002/2003, la oposición acudió debilitada por dos derrotas previas (absolutamente innecesarias) y desprestigiada ante Venezuela y el mundo; por su parte y en contrario, y en buena medida gracias a esa oposición, el Chávez que estaba en minoría en 2002 llegaba a 2004 fortalecido, con una épica a sus espaldas (era el vencedor de un golpe y de un paro), con sus partidarios fuertemente moralizados, y que acicateado por una derecha pitiyanqui golpista e insurreccional, estaba sacando del fondo de sí, y con el influjo de Fidel y los cubanos, sus demonios autocráticos y autoritarios (es decir, trasladando su legitimidad política de origen de la victoria electoral de 1998 al alzamiento militar del 4F). Apelaba, además, a sus prácticas estatistas y populistas que son la causa originaria de nuestros males actuales pero que siempre en un comienzo crean una ilusión de progreso (como ocurrió con AD y COPEI luego de los años ’70). Además, a causa de la taumaturgia opositora, se había prestigiado ante el mundo de forma tal que el golpista del 4F se había convertido en 2002, 2003 y 2004 en un paladín de la democracia continental y mundial. Recuerdo, por ejemplo, la ojeriza con la que me vieron los funcionarios de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos cuando acudí a Washington a denunciar ante ella, a nombre del Cabildo Metropolitano de Caracas, la violación progresiva a los DDHH de los venezolanos y en particular de los caraqueños, comenzando por el derecho a la democracia.
Derrotada la oposición en el referendo, sin detenerse por un momento a pensar en el enorme fenómeno popular que era el chavismo ni en las causas históricas para que lo fuera, la oposición sólo consiguió explicarse su fracaso buscándose un fantasma: el fantasma del fraude. En vez de escrutarse a sí misma, de ver sus propias fallas, de reconocer su básica adscripción a los valores y la cultura de la clase media (y en particular de la alta clase media) frente a un movimiento como el chavismo de hondas raigambres populares (como fue Boves, y por eso Bolívar buscó afanosamente su alianza con Páez; como fue luego el Partido Liberal, la revolución federal e incluso el llamado liberalismo amarillo; y como fue AD en la segunda mitad del siglo XX), y en vez de revisar la enorme fragilidad de su liderazgo: frente a un caudillo popular e indiscutido como Chávez, que ya entonces estaba construyendo una maquinaria partidista disciplinada y adosada al presupuesto del Estado, la oposición tenía una dirección dispersa y más que intervenida por los órganos de inteligencia del Estado, como era la Coordinadora Democrática, y un liderazgo que acaso ofrecería como posible candidato presidencial 30 días después de ganar el revocatorio ¡a Enrique Mendoza!, cuyas vocación de lucha y capacidad de trabajo nadie le discute, pero cuyas carencias políticas e intelectuales eran más que evidentes (como le pasó a Irene en 1998). Las encuestas lo demostraron luego: muchos opositores votaron por el «NO» a la revocación del mandato de Chávez porque no sentían ninguna seguridad en la alternativa de gobierno que ofrecía la oposición (algo que por cierto deberían meditar con mucha seriedad los actuales proponentes de un revocatorio para 2022); en vez de examinar autocríticamente todo esto, la oposición se buscó, como decimos, una coartada que explicara su derrota: el fraude.
La noche de los resultados quien esto suscribe se dejó llevar por ese razonamiento elemental: «si perdimos es porque nos hicieron trampa», y en un acto del que me arrepentiré todo lo que me queda de vida me subí a la tarima a flanquear a Henry Ramos Allup cuando denunció fraude.
A los pocos días, discutiendo del tema con Teodoro Petkoff, y dándome cuenta de que algo olía mal en Dinamarca, de que algo no funcionaba en este razonamiento, le adelanté a mi amigo una explicación alterna:
-¿No será, Teodoro, que como chavismo y oposición viven en mundos separados y socialmente diferentes, y como los opositores no nos relacionamos sino con nosotros mismos, se nos ha creado la ilusión visual de que somos mayoría, y por eso no podemos creer que en realidad hayamos perdido de veras el revocatorio, del mismo modo como los chavistas tampoco lo habrían creído si el resultado les hubiese sido contrario?
«Puede ser», me respondió Petkoff. Entonces comenzaron a llegarnos numerosas informaciones que daban cuenta de la victoria de Chávez en los centros electorales ubicados en los barrios de Caracas, en los que quien suscribe había hecho una ya larga vida política de 30 años entonces pero de los que incluso con violencia fuimos literalmente echados luego de la llegada de Chávez al poder. Así comprendí, y comprendimos muchos, que Chávez había logrado fracturar a la sociedad política en dos, a partir de una polarización social enormemente eficaz que la propia oposición remachaba con su conducta: de un lado estaba él, con la mayorías populares, voceando un discurso articulado en derechos básicamente sociales: salud, vivienda, comida, trabajo, espoleando el justificado resentimiento social de los olvidados de siempre, exaltando la lucha de clases, repartiendo la riqueza a través de una transferencia directa de capital petrolero a los más pobres (sin crear fuentes alternas de riqueza y más bien destruyendo las pocas que había), todo coagulado en un 60 % de apoyo electoral; y del otro estaba la oposición, la que a través de un golpe de Estado militar había designado primer magistrado nacional ¡al presidente de Fedecámaras!, una oposición hegemonizada por los valores y la cultura de la alta clase media (de hecho, la mayoría de sus nuevos voceros provenían de esa cantera) que básicamente hablaba de derechos políticos y civiles: presos políticos, voto, libertad de expresión, etc., pero donde los derechos económicos y sociales brillaban por su ausencia, y cuya fuerza se coagulaba en un 40 % electoral* (mucha gente, sin duda, por eso sus marchas y concentraciones eran multitudinarias, comunicando y reforzando la falsa conciencia de que se era mayoría, equívoco a partir del cual no le era posible construir una política eficaz).
Hay que agregar que al elocuente muestrario de clase media que parecía confirmar la idea chavista según la cual Chávez representaba a los pobres y la oposición a los ricos, también apareció otra matriz de opinión que se originaba en la cada vez más beligerante presencia de AD y COPEI en el liderazgo opositor, la de que Chávez era el cambio y la oposición representaba la restauración de un pasado al que las mayorías no deseaban volver. Al poco tiempo, Chávez añadiría una tercera dicotomía, eficaz pero nefasta: él era la patria y sus adversarios -todos, sin distinción alguna- éramos la anti-patria, «gusanos» miserables, para usar la jerga cubana, pitiyankis a los que había que execrar de la nación (demás está decir que esa polaridad ha sido dolorosamente confirmada en los tiempos que corren por una oposición claramente tutelada por los EEUU, que promovió sanciones criminales contra el país y más que coqueteó con la posibilidad de una intervención militar extranjera, y que corre a Washington afanosamente, y sin pudor alguno, a recibir «la línea» del Departamento de Estado).
Así, con un chavismo victorioso, y una oposición sumida en el fracaso, y con un país dividido en dos porciones políticas y sociales sólidas: chavismo 60 % y oposición 40 %, entramos al año 2005, cuando tocaban elecciones parlamentarias.
Fue entonces cuando, ya de cara también a las presidenciales de 2006, algunos venezolanos de muy diversa procedencia: los teodoristas de siempre, pero gente como Ramón Guillermo Aveledo, que venía de COPEI, Arístides Hospedales, que venía de AD, y muchos otros, pensamos que la candidatura de Teodoro Petkoff, dada su estatura intelectual, su histórica pertenencia a la izquierda democrática, su recio verbo, y su honestidad a toda prueba, podía ser un eficaz contendor frente a Chávez que pudiese invertir ese 60/40 y crear una nueva correlación de fuerzas favorable al movimiento democrático de oposición.
Como ya se hace excesivamente larga esta columna, y lo que imaginaba iba a poder resumir en dos o a lo sumo en tres entregas por lo que se ve habré de terminar en no menos de cinco o seis, dejaremos hasta aquí la narración de hoy, y en la próxima columna retomaremos el punto de la abstención de 2005 cuyos prolegómenos, sólo eso, hemos analizado hoy. Espero que el lector pueda seguirnos acompañando en esta larga saga de la oposición durante más de dos décadas, que explica por un lado buena parte de la perdurabilidad y la prolongación en el tiempo de la hegemonía chavista, y por el otro su dispersión y lamentable ruina de hoy.