Hasta que muere el poder
El embrujo del poder termina envolviendo al destino. Todos se inclinan ante quienes gobiernan como si fueran dueños de la eternidad. Una caterva de adulantes aplaude sus chistes malos, celebran cada chanza como un destello de erudición, son las focas que no se detienen ante nada. Como arrastrados por cadenas invisibles persiguen cada paso del funcionario hasta caer en la mayor demostración de la adulancia.
Las alfombras rojas se esparcen con la fineza de las piezas elaboradas por diestros maestros. Suena la música para complacer al huésped gubernamental que se atribuye la suerte de la nación, con el despropósito de sus actuaciones se conduce como impregnado de aires renovadores.
Cuando la desgracia se les atraviesa las cosas comienzan a cambiar aceleradamente. Ya nadie contesta los teléfonos. Los antiguos amigos marcan distancia para no involucrarse con aquel que cayó en desgracia. Las alfombras ya no honran al otrora mandatario. El mundo gira entones en la órbita de lo terrenal. Ya los chistes aburren, la importancia de su presencia va reduciéndose hasta volverse polvo cósmico.
El viejo manjar con sabor delicioso es hoy un agrio pastel de frustraciones. Las culpas se van pagando con un inmenso talonario de facturas. La psicología de poder se transforma en la peor guillotina para quien no está preparado para entender que los tiempos cambian. Hemos tenido innumerables casos de quienes se creyeron eternos, para posteriormente terminar entre los escombros del peor de los olvidos.
Una de las medidas más resaltantes para saber que la desgracia está al caer, es cuando los adulantes comienzan a saltar del barco. Son verdaderos expertos para olfatear que las cosas cambiaron, que llegó la hora de buscar otros horizontes.
Es la historia venezolana escrita en capítulos que marcan parte de lo que somos. Este régimen se cree inexpugnable, su prepotencia es un símbolo de los múltiples abusos que hemos padecido. Ya los veremos recogiendo sus propios escombros, allí será el fin de nuestra pesadilla, también el comienzo de su propia derrota.
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