Vivencias
Mi suegro, Pedro Octavio Quintín Lima Puello, cubano él de los buenos y de tradición cultural, me contó cierta vez que apenas iniciada la llamada revolución, el líder visitó la fábrica multinacional donde se envasaban tomates. Mandó llamar al técnico principal para que le explicara todo el procesamiento del producto. Durante varias horas el técnico se estuvo con Fidel Castro hasta la madrugada. Al otro día y mientras se realizaba una alocución en cadena nacional del nuevo líder, éste inició su intervención y de seguidas comenzó a dar explicaciones técnicas sobre cómo se debía sembrar, procesar hasta envasar el producto final del tomate.
Era esta la sabiduría robada al pueblo cubano mientras eran encarcelados, como mi suegro, torturados y asesinados miles y miles de anónimos seres humanos durante la fase de implantación del socialismo en la isla antillana.
Mi suegro fue a dar con sus huesos hasta una de las tantas mazmorras del régimen castrista por ser técnico calificado y, además, por trabajar en una trasnacional ‘yanqui’; era a ojos revolucionarios un enemigo, un potencial traidor a la revolución. Mi suegra debía visitarlo diariamente para llevarle la comida y con esa excusa, pedía le entregaran la ropa sucia y dejaba una nueva, así se aseguraba de que su esposo estuviera vivo. –Yo escuchaba de noche los quejidos –me comentaba-, los llantos de mis amigos a quienes torturaban. –Todas las noches había fusilamientos o ‘teatro’ de ajusticiamiento. –Te sacaban del calabozo, junto con otros, te llevaban al paredón. -Te ponían al frente unos milicianos quienes apuntaban, luego daban la orden y disparaban; tú seguías de pie mientras veías a tu lado caer, uno o el otro, y tenías que pasar por sobre los cadáveres. –Así se vivía en las prisiones castristas. -Pero mi ideología, mi política, mi única pasión era jugar béisbol.
Les tocó, luego de varios años, salir de la isla y refugiarse, primero en España y después en Venezuela. A mediados de los años 60 el país era el refugio de miles de familias cubanas que habían salido sin otro propósito que salvar sus vidas. Mi suegro encontró la solidaridad anhelada y con su esfuerzo logró levantar de nuevo su familia y vivir dignamente. Sin embargo, hasta el último aliento, nombró diariamente a su Cuba y su cubanía en todo momento y cualquier circunstancia. Bien en chistes, comentarios, anécdotas, siempre había un pretexto en su hogar para que Cuba y lo cubano estuvieran presentes.
Aprendí a celebrar la navidad incorporando a la festividad la gastronomía antillana, con el suculento pernil a lo cubano, mojo, yuca, congris en el centro como un espectáculo, mientras las conversaciones de sobremesa acentuaban el anhelo por aquello tan lejano y presente en la memoria de los días. Después de más de 50 años en Venezuela, con mi suegra que también murió esperando ver libre a su tierra, la familia se vuelve a distanciar, unos en Australia, otros en Argentina, en México. A ellos, sumamos ahora los nuestros; en Uruguay y Argentina.
Nosotros encerrados doblemente, por la pandemia y por la casi imposible salida –o huida- del territorio ocupado por bandas y pandilleros, donde apenas podemos circular no más de 50 kilómetros a la redonda, sea por falta de combustible, sea por carecer de salvoconducto para pasar de una región a otra, sea por falta de dinero, sea por el peligro de las vías.
En la práctica somos prisioneros en un extenso campo de concentración donde nos malacostumbramos a sobrevivir en el país de la escasez, aprendiendo a ser corruptos, aprovechando las malas maneras de eso llamado ‘vivir un día a la vez’, en la fragilidad de la incertidumbre, en lo quebradizo del juego de la oferta y la demanda, fortaleciendo la mirada que se endurece de ver tanto dolor en nuestro semejante. Inventando momentos de distracción para no enloquecer de tedio y aburrimiento.
Vivir en socialismo es estar instalado en el puro infiernogris, en el mero centro del dolor permanente. Vivir en socialismo es aprender todas las malas mañas para sobrevivir, pero sabes que no saldrás completamente ileso de semejante experiencia. Quedan trazas, huellas, pedazos de escombros, como siempre los observé en la mirada de mi suegro, de queja silenciosa, de humor negro, de sentimiento de soledad que no se podrá olvidar. Queda en la piel la amargura del dolor, sea ajeno o personal, pero dolor al fin que se cuela entre las manos.
Pienso en la diáspora venezolana, huida por el mundo, regada en los cuatro puntos cardinales. Unos mejores que otros. Otros más quebrados, otros pegando sus historias, completando la carne, la sangre y los recuerdos para saberse humanos, y volver a sentir eso que llaman amor, deseos de estar vivos, sentir el sol en la frente. Saber que todos los días son diferentes y que cada uno de ellos tiene un nombre. Aquí, en el socialismo venezolano o cubano, todos los días son exactamente iguales. Yo los llamo domingos. Antes les decía ‘miércoles de humillación’ por tener que madrugar y hacer las kilométricas colas para comprar pollo o azúcar o arroz.
Creo que moriré como mi suegro, lejos de la libertad. Él, doblemente perseguido por el fantasma del socialismo, yo, prisionero en un espacio llamado país que desconozco. Ambos grises, escasos en todo, igualmente corrompidos en sus estructuras institucionales, copados por las sanguijuelas de oportunistas, pillos y dirigentes obscenos, inmorales y crueles. Sadismo caribeño, puro y duro.
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