La furia contra Aristóbulo
Babeando hiel, el energúmeno patea las tumbas de sus enemigos. Con los ojos brotados como un batracio y el alma torcida, odia por vocación y costumbre. Lo consume la frustración, la envidia, el fracaso. Como un troglodita, chapotea en el estercolero de su ignorancia.
En Venezuela los hay de lado y lado. Se insultan con procacidad. Quisieran la extinción del otro: su sola existencia incomoda a su pequeña estatura moral.
Tuve la osadía de escribir, a riesgo de ser fusilado por enésima vez en el paredón de los extremistas, que expresaba «mis condolencias por la partida de Aristóbulo». Agregué: «Era un apoyo importante en el impulso de un proceso de diálogo y de reconstrucción de la unidad nacional»; y testimonié, como corresponde, «Mi solidaridad a su esposa, sus familiares y sus compañeros de militancia». Entonces se levantó una polvareda de la más patética malquerencia: la bestia del extremismo oposicionista clama al cielo, gruñe e hinca sus garras en la palma de sus manos.
-¡¿Cómo es eso, balbucea aturdida, que un opositor pueda compadecerse por la muerte de una figura del alto gobierno?!
Semejante espécimen ha sido visto poblando también la otra acera del espectro político: es quien hizo de la burla un oficio deplorable, y designó a su adversario con el nombre ¡de un caballo!, y dijo que los curas guardan bajo sus sotanas infame barredura, y llamó Belcebú al presidente de un imperio, y etc., etc.
Uno se alimenta del odio del otro. Se reflejan, como en el espejo: iguales pero al revés.
Repito aquí lo que he trinado: «La verdad es que entristece y sólo llama al desprecio la reacción de muchos cocinados en su propia bilis ante la muerte de Aristóbulo. ¡Cuánta amargura revela ese odio! Una cosa es el combate político incluso rudo y otra la ruindad humana. Entre esa furia patológica que no se detiene ni ante la muerte de un prójimo, de un ser humano, y los insultos procaces de Diosdado en el «mazo» (alimaña, loca, marihuanero, alcohólico, asesino de niños) no hay diferencia alguna. En serio que deberían revisarse el alma… ¡y la cabeza!» Pobre gente. ¡Cómo deben sufrir con tanta amargura por dentro!
Echo la mirada atrás y recuerdo que a un cardenal recién fallecido alguien, en la más alta cumbre del poder, lo llamó «zamuro negro». Pasa lo mismo hoy y repito lo que ya escribí: «A Aristóbulo se le puede criticar muchas cosas, como las que le criticamos al gobierno, pero señores: ¡acaba de morir! ¿Eso no los llama a algo de respeto? ¿Cuál es el país que estamos construyendo? Un demócrata prefigura la tolerancia que quiere lograr, no odia.»
Y hube de hacer una necesaria precisión: «…dicho sea de paso, los sueldos de miseria de los maestros (mi suegra fue maestra, así que lo sé de primera mano) no existen porque el ministro de Educación no los subiera, sino por una política económica estatista de muchos años y unas ‘sanciones’ que, juntas, desataron la hiperinflación.»
Pero el energúmeno, oficialista u oposicionista, no da tregua a su inquina: si muere uno de sus adversarios, sólo acierta a decir: ¡Uno menos!… y la cita es textual. Hay quien me argumentó que sólo faltaba que yo lo siguiese.
Por fortuna, son minoría, ruidosa y feroz pero minoría, o eso quiero creer. Falta que los venezolanos de bien, los que sabemos que es imposible amar al prójimo si nos dejamos poseer por los demonios del odio, nos pongamos de acuerdo. Y ojalá sea pronto.