«Caras vemos, corazones no sabemos”
Desde que el conquistador alemán Nicolás de Federmann conoció, en 1530, la rica zona agrícola en la confluencia del río Yaracuy, el espacio geográfico se fue ampliando hasta los fértiles valles del río Varicequimeto (río Turbio), y los linderos del río Claro, que fueron transitados por los adelantados del conquistador Juan de Villegas, fundador de la Nueva Segovia de Barquisimeto, en 1552. Los europeos quedan deslumbrados por la belleza de las mujeres caquetías, comunidad indígena que poblaba el inmenso valle. Descendientes de los Arawak se enfrentaron a las étnias de los Gayones, Jiraharas, entre otras, y les obligaron a internarse en las montañas y serranías. Generalmente en estos enfrentamientos, los pueblos sometidos eran esclavizados y sus mujeres, violadas, servían como ‘botín de guerra’ en calidad de serviles.
En ese inmenso valle de confluencia de caminos, desde la ciudad madre, Nuestra Señora de la Pura y Limpia Concepción de El Tocuyo, sea también hacia el occidente, desde Carora, o al norte y este, desde Borburata y hacia el río Cojedes, ese encuentro de caminos daba sitio al fértil valle donde ‘las mujeres más bellas del Nuevo Mundo’ –al decir del florentino Galeotto Cei-, permanecían en el mismo Paraíso. Fue en ese sitio donde unos conquistadores intimidaron con los indígenas, ofrecieron su vino y su pan, mientras recibían frutos, carnes, pescados y otros alimentos, y mientras los naturales caían en un sopor etílico, los europeos sometieron a los hombres y se dedicaron por varios días a violar a las mujeres.
Creo, como ha afirmado el historiador y cronista larense, Ramón Querales, que de esas violaciones nació la nueva mezcla de esto que se llama ahora la sociedad venezolana. Y esa práctica de sometimiento, ultraje y violación se continuó a lo largo de los siglos por quienes ejercían el poder sobre la nueva población. Lo vemos, por ejemplo, en la práctica cotidiana del ‘padre del padre’ de la Patria, donde actúa como amo y señor de todo aquello que ha heredado, sean tierras, flora, fauna y hombres.
Para entender la moderna sociedad venezolana y su actitud y práctica cotidiana de su sexualidad, creo, sin entrar ni a juzgar ni tampoco y menos a moralizar, es imprescindible conocer un poco de nuestro pasado sobre estos temas. Porque el poder en nuestra sociedad siempre ha estado emparentado con estas cosas que ahora llamamos estupro, pedofilia, incesto, violación o violencia de género. En cualquier caso, y sin entrar a análisis técnico ni opinión profesional, sea psicológica, jurídica, ética, me interesa que pueda verse esto que fuimos, somos y posiblemente seremos, a la luz de estos tiempos terribles de desnudez de nuestra intimidad como sociedad, como pueblo y nación.
En todas las épocas de nuestra historia, siempre el fantasma de la violencia sexual, desde cualquier ángulo que se la pueda observar, ha estado presente. En momentos como trofeo o botín de guerra –las historias de los conflictos en el siglo XIX y principios del XX, son sencillamente espeluznantes. Ya entrado el siglo de la modernidad la práctica se disfraza y se transforma en hipocresía y consentimiento en una sociedad que va aprendiendo a convivir con semejante ‘cotidianidad de la complicidad’, todo lo contrario a siglos pasados, donde el abuso era tolerado por sobrevivencia.
La práctica actual de la violencia de género, sea del hombre contra la mujer o de ella hacia él, encuentra una especie de ‘ratonera’ donde ambos se encuentran ‘entrampados’ por modelos de convivencia que se han heredado de siglos pasados. No se crea que la sociedad venezolana sea diferente a otras, sea en nuestro continente o de otros lugares más distantes. Actuamos más o menos con ciertas semejanzas y con las diferencias de los aspectos, obviamente, particulares, pero siempre cercanos a la magia, a la maravilla que significa tener poder y ejercerlo sobre el otro, semejante o diferente a nosotros.
Porque el poder ejerce fascinación, sino obsérvese las historias que cuenta José Rafael Pocaterra, o los llamados costumbristas venezolanos cuando nos hablan de la época de los llamados alzamientos, revoluciones o simplemente en medio de las dictaduras. Quizás una de las diferencias con aquellos tiempos recientes era que se guardaban las formalidades, pero, como afirman los estudiosos de estos temas, el acosador/abusador siempre va a ser una persona cercana a la víctima: el padre, madre, hermano, tío o padrino. Y de ‘descendencia de compadres y comadres’ también está compuesta nuestra sociedad.
Creo que es sano que las víctimas se manifiesten. Tanto por ellas como por desnudar al agresor y su fechoría. Pero dudo que en los momentos actuales pueda llegarse a una imposición de real y verdadera justicia. Además, la manera como se manifiesta la realidad hace que se asuma la terrible experiencia de estos actos atroces, como ‘escándalo’ y señalamiento que resbala en el peligroso terreno del vacío comunicacional. Allí la denuncia creíble y verdadera se convierte en mero momento para ‘viralizar’ y después terminar en el fango del olvido y la banalidad.
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