Lo que el viento se llevó
En el informe Perspectivas de la Economía Mundial 2021, el Fondo Monetario Internacional revela que el ingreso per cápita de los venezolanos, medido en términos corrientes, cae este año a un nivel inferior al de Haití, esa república caribeña tenida tradicionalmente como referente de infortunio y pobreza atroz en nuestro hemisferio. Otro país, históricamente de los más pobres de América, Bolivia, también nos supera, esta vez en términos de Producto Interno Bruto. El tamaño de nuestra economía se ha encogido en tal medida que se acerca al de Paraguay, nación de siete millones de habitantes.
Si a estas estadísticas añadimos el liderazgo que exhibimos en otros lamentables indicadores, tales como: desigualdad social, hiperinflación, mortalidad infantil, pérdida de talla de nuestros niños, porcentaje de pobreza extrema, población a merced de la pandemia, hogares sin acceso a internet, escasez de energía eléctrica, servicio de agua, gas doméstico, gasolina, diésel, cifras de muertes violentas, homicidios extrajudiciales, torturas y presos políticos, camiones de basura como merenderos, entre otros vergonzosos récords.
Y si además recordamos que unas tres décadas atrás, nuestro ingreso per cápita doblaba el promedio de toda América Latina y el Caribe, que contábamos con una extensa clase media, altos niveles de educación y salud, y que, institucionalmente, junto con la Iglesia, nuestras Fuerzas Armadas y Pdvsa eran las instituciones más respetadas en el país.
Se dibuja entonces una devastación terrible que nos ha hecho evocar, guardando las distancias históricas, el drama social causado por una guerra, como el relatado en el famoso film que le da título a esta crónica. Tal desgracia urge a los venezolanos, todos, a desafiar abiertamente a sus causantes directos. De aquel mismo film rescatamos a su resiliente protagonista, Scarlett O’Hara, cuando juró: “No van a derribarme, vamos a sobrevivir y cuando todo acabe nunca volveremos a pasar hambre de nuevo, ni yo, ni mi gente…”