El poder de las mascotas
De pequeño, en un viejo televisor en blanco y negro, me solazaba con las aventuras – más bien con las proezas – de Lassie, Furia o Rin Tin Tin. Eran verdaderas mascotas al servicio de sus amos civiles o militares, prestas siempre a consentir y acatar las órdenes y a veces salvar incluso la vida de sus amos.
En los años 70 del pasado siglo, estudiando en París, me sorprendió la pasión que los franceses tienen por sus mascotas; en Bruselas asistí a un restorán donde atendían con verdadera dedicación a las mascotas que acompañaban a sus dueños a cenar o almorzar.
Con el tiempo, viviendo en Salamanca estos últimos años, pude constatar una nueva forma de poder que se suma a la democracia, a la gerontocracia, a la plutocracia, a la aristocracia, e incluso a las dictaduras de diferente cuño y color: pardas, verde oliva, rojas y rojitas: la mascotacracia.
En efecto, es ciertamente evidente el poder que las mascotas ejercen en la sociedad contemporánea. Ya no tienen dueños ni amos, sino papá, mamá, hermanos, abuelos y primos; hasta un árbol genealógico cuelga de alguna que otra pared de un animalista declarado.
Las macotas contemporáneas son una nueva forma de poder en sociedades sin crecimiento demográfico, en las que las parejas prefieren criar y consentir a un perro o a un gato antes que a un niño. Las mismas ya no portan los nombres de costumbre, ahora se llaman: Ramón, Sofía, Tomás, Rafael o María Luisa, exhiben su propio ajuar y son transportados por sus dependientes propietarios en flamantes jaulas de verdadero lujo, viajan en tren o en avión, duermen en camas especiales y son bienvenidos en los lechos familiares, además reposan en sus propios cementerios donde visitados por sus deudos.
Las redes sociales muestran esta pasión por las mascotas: se exhiben las gracias de perros, loros, cerdos vietnamitas, gatos, cacatúas, chivos, ponis y hasta que una que otra boa constrictora. Hay incluso un narco millonario e incluso artistas de cine que poseen su propio zoológico con cebras, leones, y una que otra sigilosa pantera que ilumina con sus ojos la oscuridad del jardín del atrevido coleccionista.
Las páginas de los periódicos informan de las mascotas de la Casa Blanca que poseen sus propios agentes secretos, el perro del presidente galo se pasea a sus anchas por el palacio de gobierno; un estrafalario petrolero venezolano presidía las reuniones acompañado de su gato angora, al que más de un subalterno adulador le hacía carantoñas para congraciarse con el jefecito en espera de una mejor evaluación con su correspondiente aumento de la pitanza.
Con mucha razón, – a riesgo de haber sido linchado por los furibundos animalistas – Javier Marías señaló que en España existe una perrocracia.