El valioso rescate de la verdad contra su ocultamiento
Acaba de morir el 23 de febrero de 2021, a los 53 años, como consecuencia del covid 19, con un sistema inmune muy debilitado después de una transitoria recuperación y el ataque de 3 bacterias que lo reinfectaron en el centro hospitalario donde se encontraba, el periodista, reportero internacional de guerra que cubrió más de 16 conflictos alrededor del mundo y valiente luchador ciudadano por la democracia, Herbin Hoyos.
Nació en Saladoblanco, en el departamento del Huila, Colombia. Cuando quiso ser periodista, como él mismo contaba, lo asumió como un reto, un reto con la vida misma, un reto con la verdad, con la libertad y con la justicia. Él mismo fue secuestrado en 1994, según foto de prueba de supervivencia, que lo impulsó a seguir en su lucha contra la impunidad de las Farc. Durante 24 años, hasta el 24 de febrero de 2018, mantuvo en la emisora Caracol el programa radial que recibió 84 premios internacionales de periodismo, “Las voces del secuestro”, que permitió a los familiares de los secuestrados comunicarse con ellos. Interesante saber que nunca recibió sueldo por ello. Lo mantuvo como un apostolado humanitario, mediante convenio y donaciones para retribuir su trabajo y el de quienes lo acompañaron, voluntarios y jóvenes pasantes.
Con su temple y fuerza de escucha, todos los sábados, madrugada tras madrugada, les inyectaba a quienes estaban cruelmente encadenados a un árbol en la selva, como rehenes de guerra, su amor, su esperanza, su energía para resistir, según el testimonio de Clara Rojas, secuestrada junto con Ingrid Betancourt. En su última emisión, por una decisión administrativa influida desde el alto gobierno de entonces, pues ese proyecto se había convertido en “políticamente inconveniente”, como afirmó en “Despierta Bogotá” en Canal Capital el propio Herbin, se despidió con la consigna: “…adelante, las víctimas nos esperan, el país y la sociedad nos esperan y esperan mucho de nosotros, no les podemos fallar…”, junto con todo el equipo que construyó ese puente entre la vida y la muerte, la libertad y el cautiverio forzado de inocentes, indefensos frente al horror convertido en virtud política.
Sabía que se iba a acabar el programa porque no era posible que en la semana los secuestradores se pasearan por los corredores de Caracol como panelistas y los fines de semana asistiera él a los familiares de las víctimas. Tuvo el valor de decir: “el bien y el mal no pueden estar juntos”, cuando sintió la censura gubernamental. Fue una de las causas justas que él llevó a cabo en diferentes frentes y, sobre todo, en servicio desinteresado hacia sus semejantes, según palabras del general de la policía nacional, Luis Mendieta, también retenido a la fuerza por las Farc de 1998 a 2010.
Fue autor de muchas iniciativas, aún inconclusas. Enviaba en forma sistemática desde Bogotá toneladas de alimentos que recogía para los niños más vulnerables de la Goajira. Logró la recuperación de fosas comunes de secuestrados por las Farc, ELN o delincuencia común, cuyos informantes temían por sus vidas, como parte neutral de una investigación para entregarlas a las autoridades, identificar a los cadáveres y devolverlos a sus familiares para que recibieran una digna sepultura. Fundó la Corporación La Rosa Blanca, para visibilizar a las desmovilizadas de la guerrilla, niñas menores víctimas del reclutamiento forzado a los 9, 10 u 11 años, y los atroces crímenes sexuales cometidos contra ellas por los comandantes de las Farc. Por razones de seguridad, mantuvo oculta su vida privada, acompañado por escoltas y con salidas repentinas del país por las permanentes amenazas de muerte de muy peligrosos criminales a los que incomodaban sus denuncias y el resultado de sus investigaciones. No se amilanó nunca. Su hijo de 17 años quiere que sea recordado como quien fue “la voz de Colombia”.
En contraste, leímos una carta de mediados de febrero dirigida “a las izquierdas democráticas del mundo” por Rodrigo Cabezas, un conspicuo representante del gobierno de Chávez. Ha tenido coraje al desenmascarar la funesta devastación del país que hoy prosigue Maduro, consecuencia del proyecto de Chávez. En lugar de rescatar la verdad, el testimonio de Cabezas contribuye a su ocultamiento. Describe verdades tan grandes como catedrales y una realidad salpicada de calamidades inicuas, que responden al dicho popular: “tarde piaste, pajarito”, aunque apreciemos que “más vale tarde que nunca”. Lo grave es que el hilo de las ideas del autor pareciera ignorar el origen y al artífice fundamental del horror en que se ha transformado Venezuela: el propio militar barinés que, mentor de Maduro, su escogido sucesor, inició la llamada “revolución bolivariana” convertido en caudillo mesiánico por obra y gracia de sus delirios de ser la reencarnación de Bolívar.
Preocupa que las ideas expuestas omitan, tal vez para exonerar la propia culpa del autor por haber sido partícipe por muchos años de este monumental fraude que es la supuesta revolución socialista del siglo XXI, todo daño anterior a 2014. Olvida que respaldó, al menos hasta 2015, vergonzosas y aberrantes políticas quien esta carta escribe a la izquierda democrática. Al pretenderse como uno de los “fundadores” de la nueva ética “revolucionaria” y de “una sociedad nueva”, barre con la única ética posible, susceptible de alcance universal, siguiendo a Kant.
Solo lo que no degrada al ser humano ni su dignidad es universalizable y solo es ético lo que se puede universalizar. La supuesta revolución que según el autor ha sido “traicionada” o “tergiversada” es lo que realmente es, por su propia naturaleza intrínseca, una “catástrofe ética”, como señala el autor.