Aprendamos de Martí
Como en pocos días será el aniversario del nacimiento de José Martí, la ocasión se hace propicia para recordar algunas de las enseñanzas que nos prodigó en poemas, discursos y artículos periodísticos, porque el apóstol cubano fue político, filósofo, poeta, periodista, ensayista y organizador de la guerra por la independencia de Cuba.
Vista la versatilidad de la pluma de Martí, uno pudiera citar al poeta que decía las cosas de manera llana; que podía resumir un sentimiento muy profundo en dos líneas como: “…mi verso es un ciervo herido que busca en el monte amparo”. Pudiera, también citar al periodista que hacía crónicas magistrales sin importar dónde y en qué idioma escribía; el inglés con el que se expresaba en “The Sun” de Nueva York, o en el español riquísimo con el que iluminaba los diferentes periódicos de Caracas, Buenos Aires y México. Pero no creo que esas facetas sean lo que corresponde hacer notar en este momento preocupante de la historia venezolana, cuando comprensiblemente miramos hacia el futuro con angustia existencial.
Por eso, es mejor que hablemos del hombre tan recto en su moral pública y su amor a la patria que, despreciando peligros y temores, no tenía empacho en decirle cosas muy duras tanto a amigos como a desconocidos si con ello lograba que resplandeciera la verdad e imperara la justicia. Cosa que es lo procedente en la época que nos está tocando vivir; tiempo de camaleones que mimetizan sus verdaderas ideas para poder seguir medrando; período de saltimbanquis que impúdicamente abjuran de las ideas que hasta ayer sustentaron en público a fin de congraciarse con el régimen; momento de gente obsecuente que, además de genuflexa, tiene bisagras bien aceitadas que reemplazan sus vértebras lumbares, a fin de poder bajar la testuz ante cualquier decisión, por más desfachatada que sea, tomada por el ignaro encumbrado en el poder. Tiempos que —para decirlo con unas palabras que Martí puso en “Nuestra América” hace casi siglo y medio— “no son para acostarse con el pañuelo en la cabeza, sino con las armas en la almohada (…) las armas del juicio, que vencen a las otras”, puesto que las “trincheras de ideas valen más que las trincheras de piedra”.
Si el mártir de Dos Ríos estuviera vivo hoy y viera las cosas que están sucediendo en nuestra tierra, un tiempo en que el triunfalismo ha embriagado a los usurpadores y hace que se sientan omnímodos; lo que los lleva a actuar con soberbia sectaria extrema para tratar de tener el monopolio del poder; si observara cómo los que tienen la alta responsabilidad de propiciar la paz y el entendimiento entre los venezolanos actúan, por el contrario, metiendo cizaña, concitando odios y exacerbando resentimientos sociales; si reparara cómo, desde los más altos niveles de decisión se busca eliminar organismos e instituciones que son esenciales para la vida ordenada del país y para el adecuado equilibrio de los poderes; si mirara cómo un grupito de los fidelistas de los sesenta ha resucitado para proponer la celebración de “juicios populares” y usar en estos a las “UBCh” —eufemismo para ocultar a los nefastos grupos de bravucones pagados y organizados por el régimen para asegurarse su continuidad en el poder— tendría que escribir una carta idéntica a la que le envió a Máximo Gómez en 1884: “Un pueblo no se funda (…) como se manda un campamento; y cuando en los trabajos preparativos de una revolución (…) no se muestra el deseo sincero de conocer y conciliar todas las labores, voluntades y elementos que han de hacer posible la lucha (…) sino la intención, bruscamente expresada a cada paso (…) de hacer servir todos los recursos (…) a los propósitos cautelosos y personales de los jefes (…) ¿qué garantías puede haber de que las libertades públicas, único objeto digno de lanzar un país a la lucha, sean mejor respetados mañana?”.
Más adelante, en la misma carta a Máximo Gómez, otra frase calcada para la situación venezolana actual: “es preciso que, a despecho de toda consideración de orden secundario, la verdad adusta, que no debe conocer amigos, salga al paso de todo lo que considere un peligro, y ponga en su puesto las cosas graves, antes de que lleven ya un camino tan adelantado que no tengan remedio (…) respetar a un pueblo que nos ama y espera de nosotros, es la mayor grandeza. Servirse de sus dolores y entusiasmos en provecho propio, sería la mayor ignominia”.
Esos párrafos los podemos subscribir todos los que vivimos Venezuela; a la cual queremos ver luminosa, sin la pátina originada por el despotismo, sin la herrumbre causada por la prepotencia, sin el moho de la opresión y que, por el contrario, deseamos adorarla con el brillo que proporciona la libertad en paz y el lustre que viene de la vida en armonía.
Las enseñanzas de “Nuestra América” siguen vigentes. Los mandatarios que han de reemplazar a los actuales detentadores del poder deben entender que: “El hombre natural es bueno, y acata y premia la inteligencia superior mientras ésta no se vale de su sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de él, que es cosa que no perdona el hombre natural, dispuesto a recobrar por la fuerza el respeto de quien le hiere la susceptibilidad, o le perjudica el interés”. Y, sobre todo, deben comprender que “El problema de la independencia no es el cambio de formas sino el cambio de espíritu”. Y que, “…la libertad, para ser viable, tiene que ser sincera y plena; que, si la república no abre los brazos a todos y adelanta con todos, muere la república”.
Por eso, creo de veras que todos debiéramos recitar frecuentemente aquello de: “Cultivo una rosa blanca / en junio como en enero / para el amigo sincero / que me da su mano franca. / Y para el cruel que me arranca / el corazón con que vivo, / cardo ni ortiga cultivo; / cultivo la rosa blanca”. Porque es una filosofía de vida que bien valdría poner de moda nuevamente en estos días de parcialidades que llevan hasta el odio…