¿Y el pandemonio de aquí?
El mundo tiene su atención puesta en las elecciones de EEUU donde el ruido y la confusión han prevalecido de manera dañina para su solidez institucional y para su posicionamiento en el vasto temario de las relaciones internacionales. En Venezuela la cuestión suscita un intenso interés porque se considera que habría grandes diferencias, incluso radicales diferencias, en la política de Washington con respecto a nuestro país, dependiendo de quién ocupe el sillón presidencial de la Oficina Oval.
Consideraciones que se fundamentan en la experiencia y los precedentes de los últimos gobiernos estadounidenses presididos por Obama y Trump. Pero la importancia de tal cuestión, que sería absurdo subestimar, no debe quitarnos el foco en la tragedia nacional que tiene una profundidad y una extensión destructiva en cualquier categoría necesaria para el desarrollo político, económico y social de la nación.
Lo único que acá se encuentra boyante es la criminalidad organizada. Y por supuesto que no es una casualidad, sino la consecuencia de largos años controlando el poder y depredando los recursos. Esa hidra tiene una voracidad insaciable y sus cabezas tienen variados colores, además de variadas identidades foráneas, casi todas asociadas con satrapías, regímenes dictatoriales, e instancias que promueven la subversión violenta.
Los patronos cubanos de Maduro y los suyos son el factor más influyente en el proceder de la hegemonía venezolana. No es auspicioso que de ello se hable poco, y en algunos casos se estime a esa influencia como una exageración extrema. Un gran cosa para La Habana, es que sea dejada a un lado, a la hora de tratar de comprender la realidad venezolana, y por tanto las perspectivas necesarias y viables para un cambio efectivo.
El pandemonio que nos debería ocupar y movilizar con la máxima prioridad es el venezolano. Muchas veces no parece así. Se dice mucho y se hace mucho menos. En no poca medida es cómo si se diera por descontado que es imposible una salida afirmativa. Pensar así es fatal. Digo, fatal para la causa democrática, e ideal para el continuismo de la hegemonía. Eso es lo primero que tenemos que cambiar.