Una canción para no morir
Hay un pueblo en el África donde se recuerda y celebra el nacimiento y muerte de sus miembros por una canción. Antes de nacer el hijo, la madre concibe una canción que durante la gestación la va cantando y tarareando hasta que, al nacer, el hijo se identifica con ella y la incorpora a su rutina de vida. Con ella se da a conocer, con ella vive y con ella ejecuta su cotidiano existir.
Así, cada vez que existe una disputa, alguna alteración, un enfrentamiento o cualquier conflicto, se entona la canción y esta contribuye a limar asperezas, calmar los ánimos y se convierte en fuente de paz y conciliación.
Cada vez que se acerca el tiempo de cosechar y para celebrar la vida del hijo, se canta la canción que le pertenece porque da sentido a su existencia, y la alegría, la dicha y armonía se fortalecen mientras los lazos familiares se estrechan y las amistades se ensanchan. La vida de ese pueblo es un canto permanente a la vida, a la paz, a la hermandad y la reconciliación.
También en la despedida final, cuando alguien muere, la comunidad canta la canción del difunto. Esa donde se habla de la bondad, la solidaridad y la práctica de virtudes y principios. En amoroso acompañamiento el difunto es enterrado. A él se le recordará en su canción favorita, esa que le construyó y dedicó su madre mientras estuvo en el vientre.
Existen registros en casi todos los cronistas de nuestro pasado, que cuentan historias parecidas sobre nuestros pueblos indígenas asentados en lo que hoy conocemos como Venezuela. Fray Pedro de Aguado (1538-1609) habla en su Recopilación historial, sobre los pueblos indígenas y su afición por el canto, por la música y por el baile. Similar lo encontramos en, fray Pedro Simón (1574-1628), y en José de Oviedo y Baños (1671-1738). Lo cuenta también en su biografía el conquistador, ´Alvar Núñez Cabeza de Vaca, quien estuvo cerca de ocho años vagando solo y desnudo por tierras del sur del territorio norteamericano. Encontró pueblos dedicados al canto. Indígenas que acostumbraban sólo cantar y tocar instrumentos. Muchas veces encontró ancianos cantando junto al lecho de algún niño enfermo, mientras tocaba algún instrumento o colocaba un collar con semillas del fruto sagrado, auyama o calabaza, para curar y sanar al desvalido.
Es tan hermoso saber que nuestra madre alguna vez tarareó algún estribillo, algún verso, quizás construyó en el silencio del desvelo, una canción para distinguirnos, para reconocernos, para hacernos diferentes.
Seguramente cada uno de nosotros, sin darnos cuenta, cantamos una olvidada canción y nos reconocemos en sus versos, en su estribillo. Disfrutamos en nuestra íntima soledad la emoción que nos conecta, nos lleva a los días cuando vagábamos en la inmensidad de ese vientre maternal, escuchando desde el infinito la voz que en su canto nos bautizaba, nos reconocía y fortalecía nuestra primera identidad, nuestra marca indeleble que nos reconocía en el espacio de la vida, más que hijo, ser de cánticos de eternidad.
Hay cantos colectivos en todos los países, pueblos y culturas. Himnos, muchos de ellos de origen anónimo, que son la partida de nacimiento de naciones. Cuando salimos de las fronteras y tocamos suelo extranjero, escuchar ese canto despoja de inmediato toda mala fe, todo falso orgullo, toda prepotencia y el mar de nuestras lágrimas limpia, calma y fortalece el alma.
Ante un himno carecemos de escudos, es porque nuestro espíritu percibe la verdad colectiva, trascendente en su destino, que honra, nutre y engrandece. Somos dueños acaso de un verso, una palabra que es imagen, símbolo de nuestro destino en ese canto, y lo tarareamos como alimento que nutre ese otro cuerpo, el alma.
Hoy es un buen día, un buen tiempo para buscar nuestro canto, ese que colma de amorosidad, de franco y limpio orgullo. Hace falta tener piedad, hace falta, siempre, regresar al vientre de la madre, de la matria, para escuchar su canto. Porque nada es casual sino causal. Así, nuestro canto general, el Gloria al Bravo Pueblo, siempre fue tarareado en nuestra cuna, en nuestra hamaca, en nuestro catre, por la madre amorosa, ferviente defensora de ideales, virtudes y alegrías.
Hoy también tarareamos el Alma Llanera y Mi Venezuela. También las particulares estrofas de nuestros poetas, esos del aquí y el ahora, tan antiguos a la vez modernos. Descendientes de bardos, aedas, decimistas y galeronistas. Que no se nos vaya la vida buscando la canción olvidada, ese talismán que nos libera y fortalece. Está en ti, en la profunda consciencia de tu memoria.
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