No te olvides del butaque…
En una famosa autocrítica explicaba Cervantes por boca del bachiller Carrasco —precisamente en la Segunda parte del Quijote— que “nunca segundas partes fueron buenas”. Pero, también es verdad que —como le dijo Mardoqueo, el policía de mi pueblo, a su compadre Timoleón cuando se lo llevaba detenido— “cuando toca, toca”. Por eso, hoy me tocó repetir tema porque —a la luz del numeroso feedback que recibí— parece que, como al burro en la fábula de Iriarte, la semana pasada me sonó la flauta.
Desde Alemania, un querido amigo tudesco, pero nacido en Puerto Cabello, me escribe: “Hay una palabra que hace juego con ‘aguamanil’ y ‘bacinilla’, que es ‘escaparate’, porque formaba parte del mobiliario en los dormitorios de antaño. Como recordarás, solía disponerse de una manera que, sin proponérselo, ¿o tal vez sí?, hacía lo que ahora llamamos un ‘vestier’, al poner ese imponente mueble en forma diagonal en una esquina del cuarto, dejando un pequeño espacio para meterse detrás. La parte posterior del escaparate se dotaba de clavos o ganchos (según las pretensiones del usuario del mueble) para colgar la ropa. Allí se colgaban pijamas y dormilonas, entre otras prendas de vestir. Y debajo de ellos, la cucaracha pareja”. Me encantó ese texto, porque me trajo a la mente la habitación donde dormía de niño, en la Villa. Mi mamá se cambiaba detrás del escaparate… Por cierto, esa palabra se emplea impropiamente entre nosotros. Que yo sepa, con el significado de “armario para guardar la ropa”, solo se emplea aquí y en Cuba. Para los demás hispanoparlantes, un “escaparate” es el frente de las tiendas, cerrado con cristales, donde se exponen las mercancías.
Otro querido amigo me escribe desde la Valencia de España, la que tiene vista al mar, para hacerme una admonición que empleé como título hoy: “Humberto, no te olvides del butaque”. Para los criados en apartamento les explico que ese término sirve para identificar un asiento pequeño de madera, forrado de cuero y con el respaldo inclinado hacia atrás. Imagínense una silla de extensión pero que no puede cerrarse y no es de tela sino de suela. Cómodo para coger brisa en el solar… Tenía la creencia, probablemente al igual que muchos de los lectores, que “butaque” era una deformación criolla de la palabra culta “butaca”. Pero no. Resulta que es al revés: la palabra es del cumanagoto “putaca”, que traduce como “asiento”. Fueron los conquistadores que, junto con nuestro oro, se llevaron la palabra desde la península de Araya para otra, la ibérica. Fue el DRAE quien me apercibió de mi error. Ahora el término, entre otras acepciones, describe al asiento con brazos y respaldo, para una persona, que encontramos en el teatro o en un cine.
Antes, cuando éramos un país serio —monoproductor, pero serio— el dinero lo llevábamos los hombres en la “faltriquera” y las damas en la “chácara”. La primera es otro nombre, ya en desuso, para el bolsillo de los pantalones.; la segunda es un venezolanismo para decir “monedero para llevar dinero en metálico”. Era común, cuando llegaba la cuenta, decirles a los pichirres (otro venezolanismo): “métele la mano a la faltriquera”. También: “métele la mano al dril”. Aunque después de que los bluyines llegaron para quedarse, ya nadie usa ropa de esa tela. A las señoras no se les decía, porque la caballerosidad imperaba. Y porque la “chácara” iba dentro de la cartera…
Otros amigos se dedicaron a agradecerme el recuerdo de las granjerías (otro venezolanismo: solo nosotros empleamos esa palabra para definir a las golosinas caseras que se hacen para la venta). Y enumeraban: “melcochas, conservas de coco, coquitos, polvorosas, catalinas”, cuyos “precios eran de un centavo o una locha por unidad”. Y uno llegó a más: se refirió a la diferencia de nuestra crianza con la “de los hoy niños citadinos (…) en los balcones de sus apartamentos” (…) ¡Cuántos de esos han visto un pollo o gallina, (…) un chivo, una culebra, un ciempiés, una estrella fugaz, un colibrí, una mata de jobo! (…) Cosas naturales que los obliga a conocer, convivir y querer a su tierra”.
Añado yo, esos pequeños de ahora, siempre encerrados, aun antes de la pandemia, ahora están más “jipatos”. Que es el próximo criollismo que quiero revivir. Se emplea como adjetivo coloquial para distinguir a una persona que tiene una palidez enfermiza. Que es diferente a estar pálido, condición que surge por otras razones. Una puede ser por la reacción del cuerpo ante un peligro que amenaza: lleva la sangre hacia adentro para disminuir su efusión en una pelea. Mi tío Cornelio me advirtió que “es mejor un minuto pálido que toda la vida colorado”, para significar que es preferible tragar grueso y hacerle frente a una provocación que huir de ella y estar abochornado para siempre. La palidez también puede ser por el culillo. Por eso es que hay tanta gente demacrada, descolorida, casi exangüe por los lados de Ciliaflores. Especialmente la “bestia”, que en el mataburros tiene varias acepciones: animal cuadrúpedo, animal de carga, monstruo y persona ruda e ignorante. Es a estos dos últimos sentidos a los que me refiero.
Y, por último, aclaro para varios lectores que me escribieron para preguntar qué significa el “desueto” que emplee en el artículo anterior. No es un término que esté en el Diccionario de la lengua española de la RAE, pero sí en su Diccionario de americanismos. Es un término jurídico que se usa para indicar que algo es “desusado”, “desacostumbrado”. Tiene abolengo, deviene del verbo latino desuesco-desuescere, dejar de ser acostumbrado. La desuetudo (¡ojo, es femenino) es la pérdida de validez de una disposición que, en razón de su ineficacia, ha dejado de formar parte del orden jurídico positivo. O sea, lo que sucede con la Ley Orgánica de Seguridad Social de la FAN, que es letra muerta, que carece de efectividad. Porque los militares carecen de pensiones dignas, de vivienda y fallecen de mengua, sin asistencia médica. En fin, sin protección social…