El dilema entre lo local y lo global
A raíz de la crisis económica de 2008 – generada en los EEUU con la caída estrepitosa del famoso Banco de Inversión Lehman Brothers y que se propagó a escala planetaria para hundir la economía mundial por más de un lustro – se hicieron evidentes algunas falencias de la globalización que hasta entonces era considerada como muy beneficiosa.
Ya en 2009 comienza una precarización de los empleos: se da relevancia al empleo temporal, a la tercerización y con ello a la casi eliminación de los derechos laborales, así como a las jornadas de trabajo extendidas. La gente en el mundo comienza a sentir una pérdida significativa en sus ingresos, a la par que una ligera pero sistemática pérdida de su capacidad adquisitiva. El resultado es que para ganar lo mismo que antes de la crisis había que tener dos puestos de trabajo. Esto repercutió mucho más en la masa de trabajadores que en la de los profesionales asociados a los puestos de la nueva economía y a los servicios liberales por cuenta propia.
Por supuesto, esto produjo un enorme descontento porque los efectos de la crisis se prolongaron en el tiempo, y a que estas prácticas laborales se institucionalizaron, dejando a los empleos fijos y a los derechos laborales en el pasado.
La gente esperó en vano que los gobiernos sortearan estos efectos. El G7, en tanto, reconocía el inmenso problema que aquejaba al mundo pero no encontraba una solución efectiva. Había que introducir cambios al modelo de desarrollo pero aún los intereses particulares de los países se resistían a ello. Prevalecía la idea que proporcionar a sus ciudadanos vestimenta y calzado barato tan económico que el precio de compra promovía en el consumidor la práctica del uso una vez y desecho luego. Lo mismo ocurría en el caso de los juguetes, comida, accesorios tecnológicos, etc. La tecnología por otra parte, producía fortunas colosales y una lista de hiperricos cada vez más larga, lo que amplió considerablemente la brecha entre ricos y pobres y produjo una mayor concentración de la riqueza. Todo esto acabó por enardecer a la enorme masa de asalariados y trabajadores por cuenta propia; estos dejaron de ser inactivos en política y desconfiados, como aprendieron a ser, culparon a sus gobiernos de su infortunio. Así encontró un nicho el populismo de derecha en USA, Europa, Brasil, etc. Luego Cambridge Analítica con sus prácticas perversas y el uso tendencioso de las redes sociales y la inteligencia artificial, que rozaba lo ilegal, produjeron el Bréxit y la victoria del populismo en USA.
En este escenario irrumpe el Covid 19 con los problemas y secuelas que conocemos. Pero en esta circunstancia los países toman conciencia que la relocalización de la producción, básicamente en Asia, tenía un enorme problema de seguridad de suministro hecho que afectaba no solamente a la industria como tal, sino a los sectores salud, alimentario, tecnológico, energético, etc.
Entonces cobró importancia la idea de producir localmente, cuestión que de hacerse con inteligencia traería muchos beneficios: inversiones, creación de empleos, mejoramiento de los tiempos de suministro, consumo de materias primas locales o regionales, disminución de la huella de carbono por la eliminación del transporte de lejanía, aumento de los ingresos fiscales, etc.
Por supuesto que estos productos nacionales no costarían tan barato como los elaborados en los centros de producción externalizada, pero si los gobiernos por cuestiones de seguridad, los consumidores por cuestiones de conciencia, los industriales por cuestiones de eficiencia y los productores por cuestiones ecológicas, actuaran en consecuencia, sí se podría lograr el deseado cambio. Ahora, no es que vamos a prescindir de la globalización. Es que introduciremos correctivos de manera que movamos la producción a los espacios nacionales y regionales, de manera de acercar manufactura y consumo. Visto de esta manera, no hay contradicción entre lo local y lo global, sino complementaridad.