Crímenes de lesa humanidad y la banalidad del mal
Esta semana una comisión independiente de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas publicó un informe sobre Venezuela en el que destacan que desde el año 2014 se han venido cometiendo crímenes de lesa humanidad en el país. Esta publicación confirma lo que ya muchos organismos habían venido denunciando. Leer el informe es doloroso. Es imposible no pensar en la banalidad del mal sobre la que hablaba la politóloga Hannah Arendt, y es a la vez terrible saberlo tan cerca, como algo cotidiano a lo que muchos de quienes conocemos están expuestos. Pero hay además un elemento aterrador de esta realidad, y es saber que ese mal, que esos crímenes, son parte de un sistema.
La crisis venezolana es sistémica. Múltiples variables se refuerzan entre si y van arrastrando a la sociedad hacia un abismo que parece no tener fondo. La economía colapsada refuerza la pérdida de apoyo popular a un gobierno populista, este necesita controlar y reprimir para mantenerse en el poder, con esto viene el temor, ante la incertidumbre la inversión simplemente es imposible, esto contribuye a que la economía continúe empeorando. El ciclo anterior tiene además muchos otros factores, todos interrelacionados, tales como la profundización de la fragmentación social, la aparición de grupos delictivos con alto poder de fuego, el colapso de la infraestructura, todos ellos contribuyen a debilitar aún más al Estado.
El problema central de Venezuela es que es un Estado frágil, que no es otra cosa que la expresión de una sociedad colapsada. Los crímenes de lesa humanidad cometidos desde el 2014 son la expresión de ese complejo sistema de variables interrelacionadas. Una buena manera de visualizar esto es relacionar las violaciones de derechos humanos con otras variables, como por ejemplo con la corrupción. A nivel mundial estas dos variables presentan una clara relación. Más aún, en términos generales la corrupción está vinculada a la fragilidad de los estados.
El vínculo entre corrupción y la fragilidad de los estados de cuenta de la debilidad institucional que sirve de base para que el Estado sea un agente corrupto, para que exista una burocracia gubernamental corruptible y una sociedad dispuesta a corromperla. Esta relación entre corrompidos y quienes corrompen pasa a ser normal, y de hecho puede ser intercambiable y colocar a una misma persona en una u otra situación. Lo anterior lleva a uno de los aspectos más complejos en torno a la corrupción, su normalización, hasta el punto en el que la línea entre los correcto y lo incorrecto desaparece y la moral es sustituida por la lógica de la necesidad, según la cual todo parece estar permitido.
En la Venezuela de hoy la corrupción es la norma, no todo el mundo es corrupto, pero el sistema en general funciona en torno a esta. Comprender esto es fundamental para plantear escenarios para el país, tanto para lograr un cambio político, como para su sostenibilidad en el tiempo. La corrupción, como el mal, le deben mucho al entorno, una persona que en condiciones normales pudiera desenvolverse sin causarle mayores daños a la sociedad, en condiciones específicas puede ser un corrupto. No se trata de justificar a los corruptos, se trata de comprender que muchos de quienes lo hacen son nuestros vecinos, compañeros de trabajo, o cualquier persona con la que nos cruzamos.
La misma lógica de la corrupción aplica para el mal, el torturador no se puede justificar pues ha cometido un crimen, pero sí se puede entender el por qué de sus acciones. Y es eso a lo que se refería Arendt con la banalidad del mal, cuando las personas están en sintonía con el sistema en el que se encuentran y este genera los incentivos para que se comporten de determinada manera, en este caso torturando, o corrompiéndose. En este momento, el sistema en Venezuela promueve esos comportamientos, y no bastan unas elecciones para revertirlo, se requiere un cambio institucional profundo que en el mediano y largo plazo logre transformar el sistema.
Twitter: @lombardidiego