Venezuela y el mito de la belleza
Todo venezolano ha escuchado aquella frase inevitable: «¡Venezuela tiene a las mujeres más bellas del mundo!” Suele acompañarse con un comentario acerca del mestizaje y la inusual composición genética dada por la colonización y la inmigración. Se piensa que precisamente en este territorio la belleza femenina llega a su máxima expresión, y esta creencia se ha convertido en parte de la identidad nacional.
Como tantos otros mitos, este tiene su fundamento en un fenómeno real: Venezuela es el país con la mayor cantidad de victorias en certámenes de belleza. Son 647 en total, como indica el portal “Missosology”, dedicado a lo que ellos llaman la “Ciencia de la Belleza“. Entre estos galardones hay 13 coronas de “Miss Mundo” y “Miss Universo”, los dos concursos más prestigiosos a nivel mundial e intergaláctico, respectivamente.
El éxito competitivo es responsable en gran parte del mito anteriormente mencionado. Sin embargo, lo único que esto comprueba es que en Venezuela se ha sido extraordinariamente eficiente llevando la objetificación de la mujer a un plano institucional.
El ejemplo más obvio es el del “Miss Venezuela”: el eje gravitacional de este culto a la belleza. Allí hablamos de veintitantas concursantes, por lo general moldeadas por cirugías plásticas, cuya ambición es recibir el título de la mujer más bella del país. Es un fenómeno común; concursos de este tipo existen a lo largo del mundo. El problema particular en el caso venezolano es que los certámenes no son sólo parte de una subcultura obsesionada con la belleza femenina. En números y atención mediática, el “Miss Venezuela” sería el equivalente venezolano del “Super Bowl”, un evento que tradicionalmente ha movido cifras millonarias, tanto en anuncios como en audiencia.
Con él se reproduce la ficción colectiva de que en Venezuela están las mujeres más bellas del mundo, un eslogan que es falso en el caso venezolano y en el de cualquier otro país. Ningún territorio puede darse un título tan abstracto y absurdo. Por otro lado, sí es posible – y necesario- hacerse la siguiente pregunta: ¿por qué una nación tendría esa aspiración? Un estudio reciente de la Royal Society Open Science indica que el factor principal para que un individuo describa a una cara como “bella” es la sencillez de la misma. Observando la actividad del córtex visual y monitoreando la reacción de los participantes se llegó a la conclusión de que una fisonomía simple, simétrica y sin rasgos fuertemente pronunciados se interpreta como “bella”. Teorizan que esto se debe a que el cerebro trabaja bajo criterios de eficiencia. Una cara simple sería fácil de procesar, mientras que la simetría sería indicativa de un sano desarrollo celular. Esto es en términos generales, por supuesto. El entorno social y la cultura jugarían también un papel relevante en la apreciación estética, indican los investigadores.
La percepción de la belleza física entre seres humanos es entonces algo mecánico, primitivo, definido por ciertos patrones evolutivos. ¿Por qué glorificaríamos a nivel nacional la simetría de una cara o la sencillez de una nariz? En esencia eso es lo que se está haciendo inconscientemente. Esto no solo es evidentemente banal, sino que ejerce una presión dolorosa sobre la población femenina, evidenciado en el hecho de que Venezuela es el país número uno per capita a nivel mundial en operaciones estéticas y compra de productos de belleza.
Detrás de la lógica de estos certámenes está la objetificación de la mujer: se reduce el valor de las participantes a cierta estatura, ciertos rasgos y la falta o exceso de grasa en algunos lugares. Reproducen así la cultura de la cosificación sexual, una de las características más frecuentes en la historia de la opresión femenina. Por suerte, esa dinámica tradicional está siendo lentamente erosionada, aunque instituciones como el “Miss Venezuela” y el “Miss Universo” sirvan de obstáculo. Quizás desaparezcan con el tiempo, pero por ahora toca reconocerlas por lo que son: tradiciones reaccionarias y anacrónicas.