La decisión de Capriles
Gruñe la jauría del desprecio. Se escuchan injurias de diverso pelaje. Alimentados de su propia ponzoña, estos extremistas de uña en el rabo zapatean, se halan de las greñas y rasgan sus vestiduras. ¿Qué causa tanto escándalo?
Como un metálico tañir de campanas, Capriles acaba de pronunciar unas cuantas verdades. Son aseveraciones basadas en el sentido común, ése que, como suele decirse, es el menos común de los sentidos. Conceptualizaciones simples, sin adornos ni filigranas inútiles. La unidad no es un fin en sí mismo, ha asegurado. Hay que volver la mirada a la gente que sufre al peor gobierno de toda nuestra historia, proclama. La escogencia no es entre votar o no votar sino entre luchar o dejar de luchar, ha sentenciado. Frases que poseen la sencilla contundencia de lo incontestable.
Cuando de combatir a un régimen autoritario se trata, basado en la fuerza, con prácticas dictatorialistas y vocación totalitaria, y además sin escrúpulos, los demócratas deben escoger con sabiduría el territorio de la disputa. Entre civilización y barbarie, los demócratas no pueden dudar. La ruta democrática supone: voto, siempre; diálogo, siempre; protesta, sólo pacífica; soberanía, nunca tutelaje. Que sean los tiranos quienes patéen su Constitución. ¿Qué deslegitima más a un régimen despótico, obligarlo a escamotear una y otra vez la clamorosa voluntad de cambio de todo un pueblo, o dejarlo ganar sin siquiera competencia?
Bajo la sombra de la autocracia, votar es un imperativo moral. Es un grito agónico por la democracia. Ganando o perdiendo, es una protesta que se justifica por sí misma. Abstenerse, en cambio, es claudicar, rendirse ante el poder.
Votar es, por otra parte, retomar el proceso de acumulación de fuerzas (el que transitamos con éxito de 2006 a 2015) y salir del laberinto circular donde sólo vamos debilitándonos, día a día. Votar es poner los pies en la tierra y abandonar la prédica de espejismos que no conduce a ninguna parte.
Si usted no tiene las armas que en abundancia ostenta el adversario no parece prudente desplazarse a un campo de batalla humeante a pólvora. Irresponsable soliviantar a unos infantes con escudos de cartón contra las balas de una guardia entrenada. A menos que ruegue de hinojos una intervención militar de alguna potencia extranjera, infame expediente, improbable ensoñación. Todavía hoy, medio siglo después, sentado en el malecón de La Habana, un anciano mira en lontananza la línea del horizonte esperando los acorazados gringos que nunca vendrán.
Pero que cada quien escoja su bando. Los que quieran la guerra, que sigan a las huestes de Machado y los suyos (que al menos tienen la virtud de ser transparentes en sus convicciones). Los que quieran un cambio democrático en paz y soberanía, y crean que es posible, que se vengan con Capriles a juntar las fuerzas de tantos a este lado de la calle, donde miles y miles tenemos años promoviéndolo.
Las mayorías silenciosas, ajenas al estruendo de las redes (así lo dicen todos los estudios de opinión), observan con desconfianza a los dos extremos. Ni gobierno ni oposición sino todo lo contrario, parece ser su vehemente consigna. La decisión de Capriles enciende una antorcha en aquella oscurana. Lo primero es no escuchar el rugido ensordecedor de los teclados. Aquí, en el centro democrático, donde flamean los estandartes de la reinstitucionalización del Estado, la reconciliación nacional y la reconstrucción de nuestras capacidades productivas, aguardamos por su invalorable concurso.