Tengo la certeza personal de que tuve coronavirus en mayo de 2018
En la noche más terrible de esa famosa enfermedad que hizo colapsar mis pulmones me quedé dormido con el aire acondicionado prendido. El frío me hizo muy mal. Una hora más tarde desperté sin poder respirar. Me levanté de la cama con sobresalto, intentando salir de la habitación y buscar auxilio. Estuve tosiendo tantas veces y con tanta fuerza que mis ojos sangraron. El dolor físico fue tal que creí que expulsaría mis vísceras por la boca.
En materia de salud, la revolución bolivariana debe emular a la revolución cubana. Exportar médicos a cinco continentes que traigan divisas extranjeras a la patria y que el Estado las administré con eficiencia y pulcritud en servicios públicos.
Volviendo a mi noche fatal, fue imposible encontrar ayuda de terceros. Caí al suelo justo al frente de la puerta de salida. Para ese momento estaba casi totalmente asfixiado. Veía borroso y me sentí al borde del desmayo. Comprendí que estaba sólo. Que nadie me ayudaría. Salvar mi vida dependía sólo de mí.
Algo parecido pasa en la vida política pre y post Chávez. Un submundo ingrato. Mucha gente olvida los favores revolucionarios que hiciste sin pedir nada a cambio, pero tus errores no comprobados nunca se olvidan. Del tema dijo un filósofo venezolano: «en política, a veces hay que aprender a quedarse sólo» y años después escuché, en similar contexto reflexivo, al líder revolucionario Diosdado Cabello señalar: «toca atravesar desiertos», en su célebre programa Con El Mazo Dando. Yo no procuré la soledad pero defender principios puede conducirte a ello.
Lo concreto es que esa noche bajé el ritmo de mi respiración y con la mínima entrada de aire que circulaba por mi garganta, evité el desmayo y la muerte. Como estudioso de la medicina forense entendí que tenía como máximo tres minutos para intentar una maniobra que me sacara de la crisis respiratoria. Si fallaba, me iría al cielo esa misma noche solitaria.
No valía la pena sentir miedo. La muerte ya estaba parada frente a mí. Asustarme sólo iba a servir para facilitarle el trabajo a esa señora que sin escrúpulo intentaba mi exterminio. El escenario nuevamente lució como la política y sus intereses ocultos, cuando enemigos poderosos quieren aplastarle por capricho y sin justificación, gozan asustarte primero. Pero el valiente muere una sola vez y el cobarde todos los días. Yo no multiplico mi muerte.
Luché por la vida. Me calmé. Administré mi poco aire, y gateando llegué a la cocina. Allí tome una ampolla de dexametasona, la preparé en una jeringa y yo mismo me la inyecté. Instantáneamente mi garganta mejoró, también mi respiración. Comprendí que esa noche derroté a la muerte. Un par de veces antes la vencí. Y después ella volvió a tocar mi puerta en la modalidad de uxoricidio en grado de frustración, pero esa es otra historia penal que oportunamente será contada. Todo tiene su hora, solía decir el recordado Hugo Chávez.
Mi calvario, con lo que presuntamente fue el coronavirus, aconteció en mayo de 2018. No me fue diagnosticado por los especialistas consultados porque para ese tiempo la ciencia médica no tenía la información que hoy posee. Estuve semanas nebulizándome en casa. Mi núcleo familiar se contagió antes que yo. En una semana todos estábamos con síntomas, enorme dificultad respiratoria, una tos inusual y extraordinaria. De una zona fría, nos mudamos por varios meses a La Guaira y el padecimiento desapareció a poco a poco luego de meses.
Al comparar lo que viví con lo que ahora veo en el planeta vapuleado por pandemia tengo certeza personal de que tuve coronavirus pero me salvé. Aunque se dice que uno genera anticuerpos, prefiero no exponerme a un nuevo contagio.
Aplaudo la cuarentena radical decretada por el Gobierno del Presidente obrero Nicolás Maduro para frenar el brote del virus y pido habilitar muchas camas médicas, muchos esteroides que alivien las afecciones respiratorias, mucha cloroquina, mascarillas, respiradores mecánicos y demás insumos y protocolos recomendados por la Organización Mundial de la Salud.