Ahora producimos barriles de llanto
Un venezolano, como usted o como yo, va calle arriba y calle abajo con una bombona de gas sobre sus hombros. Suma tres días y no lo consigue para hacerle la comida a sus hijos. Él está cansado, derrotado y angustiado. Solo le queda llorar.
Otro venezolano, tal vez como usted o como yo, se va a la cola de la gasolina desde la tarde del día anterior. Así amanece el día cuando le toca su número de placa. Pasa hambre, lleva sol, y a veces le toca hasta empujar el carro en la cola para ahorrarse un poquito más de combustible.
Luego de unas 12 horas o más de hacer fila, cuando solo le faltaban menos de 10 vehículos para entrar a la Estación de Servicio, el encargado de la gasolinera dice, sin ningún remordimiento, «se acabó». Lo asalta la tristeza, la impotencia, la rabia y sus ojos son arrasados por el llanto.
Una madre abre la nevera de su casa y solo ve una jarra de agua fría. Detrás, unos dos niños jalándole la camisa y saltando a su alrededor. «Mamá, mamá, tenemos hambre», estas palabras le causan una herida profunda en su corazón, y tiene que disimular las lágrimas que recorren sus mejillas.
Un hijo se arma de esperanza y sale a buscar el tratamiento de su padre o madre. Va a toda clase de farmacias y no encuentra nada, hasta que por fin se topa con los fármacos que necesita. Sin embargo el precio es 20 veces su salario mensual. ¿Qué hace? ¿Cómo resuelve? La angustia se vuelve miedo al pensar lo que le pudiera suceder a su padre o madre sin esa medicina. Llora en silencio, en una esquina; es el llanto del desesperado.
Un anciano en el banco de una plaza mira al suelo con aires de derrotado. Acaba de salir del banco donde cobra su pensión y su mente se debate entre comprar las pastillas del corazón, que su médico le recetó, o comprar algo de comida. Si come, pone en riesgo su vida por un ataque cardíaco, y si compra la medicina, entonces ¿qué come?
Ese pensionado recuerda todo lo que trabajó durante 30 años de su vida, y las lágrimas salen sin avisar, sin pedir permiso. Sin esperar una orden. Ese es el dolor miles de abuelos que ven sus años dorados perdidos en medio de la crisis venezolana.
Un médico venezolano lucha por la vida de sus pacientes. Lo hace en un hospital que se cae a pedazos, sin insumos, sin equipos adecuados. Sin la protección que él necesita. Trabaja en la emergencia recibiendo baleados, parturientas, pacientes con ataques cardiacos, con apendicitis u otras emergencias. Él se mete en una habitación, se deja caer al suelo con las manos en la cabeza. Ya no puede más, se siente hastiado y solo.
Sin duda, gracias al actual modelo político y económico, Venezuela dejó de producir barriles de petróleo, y ahora solo produce millones de barriles diarios del llanto de un pueblo que no aguanta más.
Producimos el llanto de una madre que tiene a sus hijos en el exterior, los llantos de un padre que no tiene cómo llevar comida a la mesa de su familia. Producimos los llantos de un pueblo que quiere libertad.
¿Hasta cuándo seguirá llorando nuestra amada Venezuela?