La viveza criolla
La “viveza criolla” es uno de esos patrones culturales que dejan en evidencia los paralelos en el comportamiento de latinoamericanos que habitan países tan distantes como Venezuela y Argentina. A pesar de la inmensa separación territorial, una historia colonial común sirvió de cauce, de sendero, para que tendencias similares se desarrollaran en locaciones tan disímiles.
El concepto de la “viveza criolla”, en algunos casos convertido en algo similar a una filosofía de vida, se observa también en Chile, Uruguay, Paraguay, Colombia y Brasil (en estos dos últimos bajo el título de “malicia indígena” y “jeitinho brasileiro”, respectivamente). Es un fenómeno especialmente latinoamericano, y sus consecuencias, aunque difíciles de medir, son evidentemente negativas cuando se practica a larga escala.
Hablar de “viveza” es hablar de individualismo en el sentido más elemental. Es lidiar con una situación pensando únicamente en el provecho personal, adelantando los propios intereses sin reparar en el daño que provocamos a otros. El ventajismo y la falta de cooperación se apoderan del comportamiento, y con ellos se entorpece la organización colectiva.
La “viveza criolla” en su función de categoría mental legitima este tipo de comportamientos; de otra manera y en otros contextos culturales serían rechazados por su evidente falta de escrúpulos. Las normas, entendidas como un contrato social tácito, contribuyen a la coordinación de la realidad social: su función es armonizar las interacciones del colectivo. Cuando su incumplimiento sólo se observa en un grupo marginal de individuos, el problema es menor. Sin embargo, el concepto de la “viveza criolla” tiene un carácter epidémico. El “vivo” no solo cree que su acción es legítima, sino que la percibe como una prueba de su propia astucia, de su loable irreverencia. En comparación, es un tonto el que no haya aprovechado la oportunidad de colearse, adelantarse por el hombrillo o tomar el soborno.
La “viveza” es, simplemente, microcorrupción legitimada. Es nociva, y aunque se observa a nivel individual, la sufrimos colectivamente. Lleva a la anomia y a la falta de empatía, dos elementos que descomponen paulatinamente el tejido social. Toca, como en tantos otros casos, aprender a desaprender.