Cuando el Estado falla
«La historia del mundo no es sino la biografía de grandes hombres«, escribió Thomas Carlyle en 1841. En su obra sobre los héroes y el culto a estos, el autor inglés resalta los tipos de heroísmo en facetas tan disímiles como el carácter divino, el intelectual, y por su puesto el del poder.
Este último tiene particular importancia en la historia política del mundo. La razón de ello es que en la medida que las instituciones de una sociedad son más débiles el poder se concentra en mayor medida en personas específicas, y por lo tanto sus decisiones y acciones tienen mayor influencia en el desarrollo de los eventos. En ese sentido, Spencer, criticando a Carlyle, señala que lo que determina ese rol personal son las circunstancias.
Ambas posiciones, la de Carlyle y la de Spencer, no son excluyentes. De hecho, pueden ayudar a explicar el rol de ciertos individuos en momentos específicos de la historia. La idea detrás de este planteamiento es que en la medida que las instituciones son más débiles el personalismo adquiere mayor importancia. Una afirmación como la anterior es riesgosa en sociedades hambrientas de héroes. Basta con ver el culto a Bolívar en Venezuela, o a Perón en Argentina, e incluso al Che Guevara en la izquierda latinoamericana, para comprender que si algo está presente en los pueblos de América Latina es el culto al héroe, a ese salvador que llegará para resolver los problemas.
El personalismo se exacerba cuando las instituciones fallan. El ser humano tiene un conjunto de aspiraciones básicas, muchas de ellas relacionadas con la sobrevivencia, donde la seguridad y la posibilidad de tener un sustento son claves. Con la modernidad apareció el Estado como un ente cuya responsabilidad se centra justamente en proveer seguridad y cierto nivel bienestar, sostenido sobre cierta legitimidad, la cual normalmente se deriva de la representatividad. Pero, ¿qué ocurre cuando ese Estado falla en cumplir con sus responsabilidades? Las personas buscan cubrirlas por otros medios, normalmente colocándose bajo la protección del más fuerte.
Lo anterior es lo que ha ocurrido en muchas zonas populares de América Latina. Un caso reciente ocurrió en el Barrio José Félix Ribas en Petare (Caracas), donde la comunidad se puso a la orden de un delincuente para que los protegiera de otros delincuentes. Ese fenómeno se repite en muchas otras partes del mundo, en las zonas inmersas en conflictos bélicos donde aparecen los “señores de la guerra”, en zonas donde los capos del narcotráfico asumen un rol de líderes sociales, y muchos otros más. Antes de la aparición del Estado ese era el rol de los jefes de las tribus, de los reyes, y muchas otras formas que adoptaba ese protector.
En la medida que el Estado asumió el rol para el que fue creado los protectores fueron desapareciendo, o quedando al margen de la ley. Así, el monopolio de la violencia fue quedando en manos de un poder legítimo, y por lo tanto aceptado. Pero, como ya se ha dicho, cuando el Estado no provee seguridad o bienestar, y pierde legitimidad, reaparecen los protectores. En Venezuela ese protector adquiere el rostro de Wilexis, el delincuente que protege a la comunidad en Petare. Pero también adquiere el rostro de Donald Trump, cuando un grupo de ciudadanos venezolanos le piden que intervenga militarmente el país y los proteja. Cuando el Estado falla se buscan las alternativas a éste.
La realidad anterior es peligrosa. Deja en manos de unos individuos el destino de sociedades enteras. El rol de las instituciones es regular. Cuando estas desaparecen es la psicología de quien tiene el poder, sus circunstancias y formas de tomar decisiones las que marcan el destino. Esos individuos convierten así a la historia en una lotería. Pueden ser un Ghandi que permitió una transición pacífica en una sociedad en la que las instituciones coloniales colapsaron, o puede ser un Hitler en el que una sociedad herida encontró en él un salvador. Lamentablemente, en este momento Venezuela está atrapada en esa lotería, y su porvenir descansa en unas pocas manos.
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