No Country for Old Men: Todos los degollados de la tierra
“Porque tú, Jehová, con tu favor me afirmaste como monte fuerte. Escondiste tu rostro, fui turbado” Salmo 30
La película: “No Country for Old Men” (2007) es apocalíptica y escatológica en un sentido pintoresco muy del estilo de los hermanos Coen. El sentido del sinsentido otea en esta película sobre la violencia inútil en el territorio de la frontera, al Sur, entre los Estados Unidos y México. Y como toda frontera, es un territorio de nadie, donde se producen las “realidades últimas” de los diluvios que no amainan.
La violencia gráfica es sólo un pretexto. El mal liberado en todo su esplendor, porque nada es más atractivo y misterioso que el mal. Entre líneas hay mucha hondura en ésta película de pecadores sin redención. El pesar humano y la caducidad de la existencia son lineamientos centrales. Ser más humanos termina siendo una experiencia de la decepción y el dolor. «Somos los impostores que dicen la verdad, los desconocidos conocidos de sobra, los moribundos que están vivos, los sentenciados nunca ajusticiados, los afligidos siempre alegres, los pobres que enriquecen a muchos, los necesitados que todo lo poseen». 2 Corintios 6:8-10
Los hermanos Coen son los cineastas del sur profundo de los Estados Unidos, de ese sur como universo cerrado aunque sus escenarios desérticos y fronterizos sean inmensos e imponentes. En las películas de los hermanos Coen hay siempre un conflicto entre la profecía evangélica y la realidad sin salvación. Sus personajes son solitarios y ensimismados, no hay alegría en ellos. Dios les acompaña mirando hacia los lados. Dice el Papa Benedicto XVI: “La enemistad con Dios es el punto de partida de toda corrupción del hombre; superarla, es el presupuesto fundamental para la paz en el mundo”. Y Dios sólo existe para los creyentes y no hay creyentes en ésta película, salvo el que representa Ed Tom Bell (Tommy Lee Jones) desde la más agria decepción.
La escena final de esta película es reveladora luego de cerrarse el círculo de tropelías de esta sinfonía del horror dónde la vida no vale nada y los asesinos matan sin remordimiento alguno. “Me siento derrotado” es el dictamen del alguacil aplanado por el paso de los años y viviendo tras las huellas de un sufrimiento sin sentido como representante del bien. “Todo el tiempo que le dedicas a recuperar lo que te han quitado, pierdes más”. Esto dicho con sabiduría y resignación ante el escrutinio acerca de un Dios inaccesible e indescifrable en sus designios porque nadie sabe cómo piensa Dios, y además, Dios no es humano. Los grandes directores son artistas y filósofos porque no sólo se dedican a entretener al público sino que les obligan a pensar a que asumamos el atrevimiento de lo que Ludwig Wittgenstein denominó “el no dejarse influir”, es decir, reivindicar la libertad verdadera de pensar y decidir de manera autónoma, algo que está vedado para la mayoría, prisioneros invisibles de las convenciones sociales.
Hay cinco personajes claramente delineados en esta película de “terror”, no es otro el género. El personaje principal, Llewelyn Moss (Josh Brolin), que deja de serlo con el trascurrir de la película porque sus motivaciones son primarias y carece de hondura psicológica. Llewelyn Moss encuentra una lotería negra, y con ello sella su destino porque no tiene escapatoria. Además, está maldito y lleva grabada en la piel éstas palabras del Apocalipsis de San Juan: “Soy rico, me he enriquecido, nada me falta”. Y no ves que eres un desgraciado, digno de lastima, miserable, ciego y desnudo”. El dinero se convierte en el leitmotiv de la película. Todos van tras el Becerro de oro como deidad pagana y todos terminan sucumbiendo a su espejismo. El Reino de Dios es de los afligidos y los afligidos, los millones y millones de pobres, sólo encuentran consuelo en el dinero. Y Llewelyn Moss milita en ese ejército de desesperados.
El perseguidor de Llewelyn Moss es Anton Chigurh (Javier Bardem), haciendo de esta interpretación algo inolvidable, porque es la maldad con principios huecos, aséptica y fría. Es una máquina de matar, un Luzbel caído que perdió el sentido del humor, esto último auténtica evidencia de santidad mundana. Anton Chigurh es el cazador de recompensas que hace gala de un honor vacío asumiéndose en dispensador arrogante de vida y muerte. “Mis principios son no tener ninguno. El vicio es mi virtud, el libertinaje mi ascetismo, la impiedad mi religión”, pudiera ser la filosofía de este extravagante criminal que Bardem ha recreado de manera espeluznante.
El noventa por ciento de la película es el duelo entre Llewelyn Moss y Anton Chigurh, entre el perseguido y el perseguidor, los demás personajes son secundarios, y esto le resta fuerza a la parte conceptual de la película aunque recupera el ancestral duelo o cacería que tanto gusta. Y decimos esto porque el fuerte de la película es el sinsentido ontológico, es decir, la ausencia del bien. Y todo esto es muy bíblico, aunque sostenido mucho más por el Viejo Testamento que por el Nuevo.
Los otros personajes son una fugaz aunque interesante aparición de Woody Harrelson (Carson Wells), uno de mis actores preferidos, quién asume que puede domar la tempestad desatada y obviamente que perece dentro de ella: somos marionetas de un destino oculto y la condición de la existencia es trágica, ya sea porque todos vamos al mismo final o porque la violencia de los otros de una u otra forma nos toca y daña irremediablemente.
Luego tenemos a la representación del Cordero de Dios que debe ser sacrificado ante el pedestal de los Dioses del Abismo. Se trata de la ingenua y pueblerina esposa de Llewelyn Moss: Carla Jean (Kelly Macdonald) que en el momento decisivo demuestra una integridad que solo le es concedida a las almas buenas e inocentes. Ella, a diferencia de las otras víctimas, decide por sí misma, se hace responsable y no delega en nadie más su destino por muy trágico que sea su desenlace, y esto, es la libertad absoluta como muy bien lo sostiene Viktor Frankl en: “El hombre en busca de sentido” (1946). Que los lobos maten a los corderos impregnados de ceniza no significa renunciar a una valentía por vivir de acuerdo a códigos propios, es decir, principios nobles y auténticamente humanos si hemos de conceder que los hombres pueden salvarse haciendo el bien.
Y ya en esto último entra el personaje del Ángel, el arquetipo de la justicia y verdad (Dios es Verdad) bajo la representación del alguacil Ed Tom Bell (Tommy Lee Jones), un “viejo” en el ocaso de la existencia que ha visto pasar mucha agua por el río. El Alguacil tiene frases como ésta que le delatan: “No quiero mentir a menos que sea completamente necesario”. No es una frase cualquiera. El Diablo es el Dios de la Mentira. Y la mentira gobierna al mundo por eso la persistencia del mal. Este Alguacil intenta salvar algo de una realidad que le desborda y es sólo un insignificante actor de reparto cuya mejor habilidad es sobrevivir sin renunciar a su humanidad. Sólo que “el dinero y las drogas” están más allá de todo” y son catalizadores en su mundo de la democratización de los males que es incapaz de contener. Su final, es el retiro apesadumbrado y sin ilusiones bajo la melancolía de los recuerdos por un pasado feliz como miembro de la estirpe familiar también barrida por el Diluvio: “La edad aplasta al hombre” llega un momento a decirlo.
Finalmente, en el sur, no puede haber sur sin la mención de México y los mejicanos: los vecinos impresentables que inundan de drogas y otras fechorías a los Estados Unidos. El contraste entre ambas realidades siempre es ofensivo para la parte mexicana estigmatizada por ser el caldo de cultivo del origen de la maldad. Aunque esto no se diga explícitamente, se deja correr. La cohabitación entre estadounidenses y mejicanos es un imposible porque se sustenta en un ultraje. Los gringos le arrebataron a México más de la mitad de su territorio y para colmo de males el país azteca se ha sostenido en el tiempo desde la siembra de la miseria que han procurado sacudirse emigrando hacia el próspero vecino.
“No Country for Old Men” cosifica al ser humano no tanto por la valía de sus principios sino por su capacidad para hundirse en la codicia, un derivado de la envidia como tristeza por el bien ajeno. Su mensaje es perturbador y poderoso.
Director del Centro de Estudios Históricos de LUZ
@LOMBARDIBOSCAN