La patética sociedad de los “caritapadas”
El mundo presencia temeroso los embates del covid-19. Sin violencia, golpes de Estado o episodios de fuerza aprovechándose de una gesta revolucionaria o militar, este minúsculo organismo se ha propagado por casi todo el planeta. Así nos ha hundido en una patética oscuridad.
Las iracundas incursiones de tan minúsculo ser vivo provocaron el caos sanitario y al mismo tiempo la corrida financiera jamás imaginada por estudiosos de la macroeconomía. El virus entraña una contínua amenaza a todos los factores que le imprimen forma y sentido al mundo. Tanto, que hay quienes aseguran que su incidencia devino en un desarreglo casi total y a nivel mundial.
No sólo ha sido la dinámica política y la funcionalidad de la economía, los estamentos que han comenzado a transformarse desde adentro para entonces trazar nuevos conceptos y prácticas ante desconocidos derroteros. La sociedad no podría escapar de los avatares que vayan articulándose a las reformulaciones que en lo sucesivo se impondrán de manera inexorable. De hecho se ha dicho que una crisis económica envolvente “(…) está en ciernes”.
Si bien los destrozos causado en la economía, y desde luego en la relaciones geopolíticas y diplomáticas, son indiscutibles, los estragos que afectarían la sociedad serán catastróficos. Especialmente si se tiene como premisa que la vida se fragua en el encuentro entre personas, al expresar sus afectos o demostrar sus diferencias. Y es precisamente lo que no calza con los rasgos que comporta el coronaVirus. Más, cuando su contagio se alcanza en el encuentro cercano entre personas. Y la única forma de evitarlo, es el distanciamiento social por cuanto restringe el roce social.
Pero al margen de la importancia que tiene el roce social, habida cuenta de que es sabido que un abrazo beneficia al organismo al activar hormonas que contribuyen a generar salud mental, emocional y física, se tiene el problema que representa la situación inducida por la pandemia del coronado virus. Tan necesaria y natural manifestación de afecto se convirtió ahora en una espantosa condena.
La desgracia suscitada por su calamitosa incidencia ha obligado a renunciar a tan hermoso gesto de amistad. Igualmente, a dar la mano como signo de saludo. Y es porque resulta difícil inhibirse de acusar tan ancestral costumbre. Incluso, propuesta entre las recomendaciones de cortesía y urbanidad esbozadas por el profesor Manuel Antonio Carreño. Las mismas expuestas con el fin de establecer y motivar a que la sociedad adquiriera un comportamiento social que bien se correspondiera con una cordialidad que implica coexistir con otros a la orden de un ancho concepto de ciudadanía.
Desde luego, esta es razón de peso para solicitar el uso de tapabocas o mascarillas. Pero aún así habrá que aceptarlo pues ahora se vive en medio de una realidad perdida y abrumada por el miedo y la confusión. Además, oscura por causa de las tinieblas bajo las cuales el poder del coronaVirus luce horrendamente radical.
El distanciamiento social es ahora el castigo que, según el poeta Dante Alighieri, deben pagar todos los pecadores del infierno. Así que cuanto mayor ha sido el pecado, menor es el espacio físico para compartir con el otro. De ahí que el alejamiento o distancia social que debe marcarse, se convirtió en la peor psicosis que ha afectado el hombre en términos de su convivencia. Dicho escenario, proyecta la imagen de pretéritas realidades en que la sarna (de revelación bíblica) o escabiosis cundió buena parte de la geografía mundial. Asimismo, fue la “gran peste” que se irrigó con sorprendente fuerza a mitad del siglo XIV.
Aunque las actuales realidades justifican estas limitaciones en el proximidad como un “mal necesario”, es posible que la depresión juegue en ello el papel de perturbador en la mente de quien pueda padecerla. No obstante, la esperanza de superar la crisis producida por tan terrible pandemia, no desaparecería.
Y no hay duda que con cada pálpito de vida, nadie aceptará que su existencia se vea restringida por el impedimento de vivir desde la condición natural que hace al hombre una especie social. O que a juicio de Aristóteles, denominó “hombre político”. Y es, precisamente, lo que choca con esa obligación de acatar el distanciamiento social impuesta por el temor a ser contagiado del terrible virus coronado.
Por tan siniestra razón pareciera obvio que, mientras se viva sometido por el reinado de tan maléfico virus, deberá aprenderse a andar como el propio “enmascarado”. Aunque finalmente esto haga de la persona un simple anónimo. Que viva en una sociedad en la que nadie conoce a nadie. Y en consecuencia, asumiendo la situación de vivir castigado por rechazos y rebotes de afecto. Tan cierto, como porque en adelante deberá aceptarse que, por un tiempo incógnito, habrá de vivirse a desdén de lo que la psicología define como “la felicidad humana”. Donde poco o nada se justificaría el adagio de Juan M. Donoso Cortes, filósofo y político español, cuando refirió que “hay que unirse no para estar juntos, sino para hacer algo juntos”. O acaso habrá que supeditarse a los mandatos que habrá de imponerse en la patética sociedad de los “caritapadas”.