Gabriel García Márquez: voz de río (a seis años de su partida)
Hace tiempo ya que algún país ha debido tener la hidalguía de llamar a uno de sus ríos con el nombre del Gabo. “Vamos a bañarnos al Gabito”, exclamarían los muchachos retozones del lugar sin saber en qué profundidades se bautizan. Porque de sacramento se trata. Veamos lo del río.
Cuando trato de apreciar el significado que para mí tiene el escritor de marras no puedo relacionarlo sino con el agua, materia líquida dentro de una madre.
El río lo es. Lugar de alumbramientos, territorio amniótico, cuenca hídrica. Nunca ronca roca pesada ni maciza ni terminal, antes bien flexible, juguetona, ligera de bambú, la obra de García Márquez nos baña, absorbe, lava y mece.
El ahogo emocionado que ella provoca no tañe lamentos y menos pesadumbres. Su obra es agua que pasa, brilla, transporta; lugar de sombras entretejidas y de asombros fugaces; geografía cercana al lugar donde se establecen y crecen los pueblos, los amores, los bichos y sus víctimas, las muertes pestilentes que flotan, sitio donde la gente lava hasta los intestinos; donde pesca, sancocha, fríe, canta, pelea también, inventa, escupe, orina y llora. Tornasol donde van a beber los pájaros y los venados, las mariposas y gente de burdeles, las anacondas y los circos, y huele a húmedo y profundo, y más oscuro aún cuando sobre lo mojado llueve y se borran las huellas, y el camino se encharca, que de ello trata también la literatura. Y.
Ponerse en las manos del Gabo no da miedo. Al contrario, se deja uno llevar pues cuando nos abre las puertas de sus libros que son como sus casas íntimas o barcos, deja el lector de ser un nombre para convertirse en un personaje más de sus novelas o sus cuentos, porque allí todos somos mortales, más o menos simpáticos, entrañables o crueles.
Hay en sus obras, siento, una posibilidad de desdoblamiento en la que el lector que quiere dejar de ser lo logra y así mudar de piel para por fin convertirse en su deseo y encontrar en esa dimensión el río que lo acompañará cambiando de por vida y que no pide a cambio sacrificios u ofrendas.
Se ha hablado tanto de él y de su obra se ha dicho, escrito y más que martillado, que no oso repetirlo de tan trillado que es, magnifico, importante.
Tan solo me conformo en jurungar el anatema que constituye lo del “realismo mágico”. Que en verdad lo es porque allí, en su obra, existe la implacable desmesura del paisaje combinado con el narrar de lo incomprensible que todos entendemos y de lo que nadie se ríe para no hacer por supuesto el ridículo, o el misterio que reverbera en los apolillados personajes de almidón y tiovivo que distraen el calorón bajo las tejas o entre las redes de un chinchorro cinético. Todo en verdad verídico y fatídico como un camello atravesando el ojo de una aguja.
Prefiero entonces referirme al don inescrutable, al privilegio, de ofrecer una mano que al abrirse inspira tal confianza y devoción en el que da la suya que se deja llevar por esos rumbos culebreros que el artista propone, provoca y enaltece, que son los de la emoción transferida, la ilusión comunicada y la iluminación auténtica.
A Gabriel lo hemos perseguido todos desde niños. Nos ha dado de vivir cuando moríamos, enseñado a pecar sin sentir culpa que para eso allí estaban a la vera del río esas guayabas esponjosas y su olor sacrosanto para perfumarnos de perdón y escondernos de Dios entre las ramas. Nos ha dado de comer pasando él hambre o en cambio prospero enseñado a mentir cuando la verdad era falsa o insuficiente, a morir de pie aunque fuera descalzos, mandarle pan a quien le falten dientes y dar las gracias ahora a quien merece tanto, Gabriel, que un río es un regalo de ternura, cosecha de tu lluvia en este mundo seco.