Censura
Llegué a la emisora. Entré a la cabina y me encontré con una periodista y su equipo técnico. Son personas a las que aprecio y respeto mucho. Pero también son personas con miedo, un miedo perfectamente justificado por la experiencia que hemos tenido bajo la dictadura de Hugo Chávez y Nicolás Maduro.
Me ordenan: “por favor, ten cuidado con lo que dices. No le digas presidente encargado a Juan Guaidó. No digas que los diputados que cambiaron de bando lo hicieron por dinero. No digas que sospechas de más casos de coronavirus de los que se anuncian oficialmente. No digas que hay persecución y tortura. No llames a los militares a desconocer la autoridad de Maduro, dile presidente a Nicolás Maduro. Caso contrario, nos pueden cerrar y esta ventana de información se cierra”.
Ciertamente, es una ventana de información pero chiquita, tan chiquita que casi no puede entrar la luz, la luz de la realidad.
Ahora bien, ¿los periodistas son unos vendidos o unos tontos útiles? No. Actúan en consecuencia al diseño institucional, a los incentivos y castigos aplicados por Conatel. Una vez entré allí, a Conatel, y hay salas completas en las cuales los operarios tienen una computadora y audífonos para escuchar todo el día cada emisora y “supervisar” sus contenidos. Un registro tan intenso de lo que decimos y escuchamos solo es posible verlo en los padres autoritarios para con sus atormentados hijos. Pero el de Conatel es el control del “Gran Hermano” para con la totalidad de la infantil población que necesariamente debe ser “orientada”, “no manipulada”, ni “llevada por el mal camino”. Al final, la fuente de toda bondad, verdad, autenticidad y bienestar es una sola: el poder.
Recuerdo que una novela, “Juana la Virgen” trasmitida por Televen, tuvo que silenciar en sus diálogos la palabra “aborto” haciendo inentendible la discusión entre los personajes de madre e hija sobre qué hacer ante un embarazo no deseado. Era la mano invisible de nuestro “Gran Hermano” cuidando amorosamente a sus hermanos pequeños, a todos los demás, de sentir “escándalo”, “zozobra” o “desconcierto”.
¿Cómo fue que una sociedad libre, esa que trasmitió en vivo y directo, el Caracazo, el 4 de febrero o que celebró cada capítulo de “Por estás calles”, llegó a este silencioso y actual estado de cosas?
Es una pregunta difícil y no tiene una sola respuesta. No nos sirve de mucho el diagnóstico del patólogo que nos diga porqué o de qué murió la libertad de expresión. Antes bien, nos debe llamar a la acción cómo desactivar el relato que justifica, racionaliza y hace entendible la censura.
En principio, más o menos en el año 2000, el gobierno de Hugo Chávez estaba desprovisto de un mecanismo justificador de la censura. Era el tiempo de RCTV y de múltiples medios que se permitían lo normal en una democracia: tener una línea editorial independiente (me gustara o no como receptor, pero ese es otro tema).
Un abogado y docente de mi Alma Mater inició su meteórica carrera política (que lo llevó a ser presidente de Fogade y en su ocaso a ser parte del gabinete ejecutivo de la Gobernación de Carabobo en tiempos del General Acosta Carlez) al indicar que los llamados públicos de la oposición “generan zozobra en los niños, niñas y adolescentes”. Impagable servicio a la censura. Un argumento convincente para el silencio: proteger a la infancia.
Con el tiempo vino la LOPNA y la ley Resorte para recoger aquella indudable fuente de doctrina jurídica. Solo el tiempo nos enseñó que protegernos contra la “zozobra” significaba que los medios y los periodistas eran responsables de lo que decían sus entrevistados. Vino el cierre de RCTV, de muchas emisoras de radio y la no entrega de papel a la prensa escrita que mostró, y demostró, lo que le sucede al niño desobediente.
Ahora llegamos a este llegadero: toda la verdad es la que dice el Psuv. Toda la mentira es la que contradice o duda de esa fuente de autenticidad. Esa “verdad” tiene un defensor, un campeón: Conatel. Pero pongámonos filósofos a lo John Milton (el pensador inglés del siglo XVII): si creemos que Dios tiene a su derecha a la verdad ¿Por qué dudamos de que sea la verdad lo suficientemente fuerte para luchar y vencer en un combate de igual a igual, sin defensores, ni campeones, ni paladines, frente a la mentira en el ring? Si todos los seres humanos tienen por igual acceso al entendimiento y a la razón ¿por qué debemos otorgar el poder a solo algunas personas para que ellas sean las que determinen qué debemos decir, escuchar o pensar el resto y, además, justificando ese poder en que lo hacen pensando en nuestro bienestar?
¿No debe causarme “zozobra” el que alguien decida por mi qué es bueno y qué es malo?
Alguien podría decir que la total libertad de expresión es peligrosa porque entonces cualquiera puede decir falsedades en público. Pues sí. La democracia comporta ese riesgo. Para ello, el derecho contempla penas para el delito de difamación y cada ciudadano debe ser responsable de lo que dice.
Ahora bien, hacer responsables a los periodistas y a los medios por lo que dicen terceros es la materialización de la censura previa (prohibir decir algo que aún no se ha dicho) cuestión que es prohibida por la Constitución vigente y de ninguna manera recomendable por el sentido común. Las dictaduras resuelven el problema silenciando a todos y permitiendo solo el monólogo de quien gobierna, del “Gran Hermano”, sea que le digamos “Ilustre Americano”, “Benemérito”, “Comandante Supremo y Eterno” o “Presidente Obrero”.
El tema es que sigo entrando en cabinas escuchando los razonamientos del miedo (A las cabinas de medios públicos, del Estado, ni siquiera puedo entrar) y los ciudadanos solo pueden enterarse de algunas cosas, entre bulos y manipulaciones, por las redes sociales (quienes tienen el privilegio de usar teléfonos inteligentes).
No hay remedio posible contra la censura distinto a romper la censura, desobedecer y, consecuencialmente, ser víctima de la represión. No se puede rehuir de la cruz que significa sacudirse un poder arbitrario. Conformarse con la ventanita informativa es “alegría de tísico” como decía mi abuela, la adeca caroreña Edita Álvarez.
Ella me trasmitió una verdad sencilla: quien es capaz de arrancarle el pezón con un alicate a una mujer (en clara alusión a Doris Parra de Orellana en tiempos de Pérez Jiménez) nunca reconocerá en ti algo distinto a un esclavo. No importa cuántas reverencias le hagamos. No importa cuántas “treguas” propongamos. No importa cuánto roguemos misericordia. Para el autoritarismo siempre seremos gusanos bajos sus botas. Eso solo nos permite un teatro de operaciones: hablar sin miedo, sin tapujos, a sabiendas de los riesgos y los castigos que la dictadura está muy dispuesta a ejecutar.
¿Eso ponen en riesgo nuestras vidas, nuestros programas, nuestros sueldos, nuestras carreras, nuestra libertad y nuestras familias? Claro que sí. Yo tengo una niña pequeña y siento miedo. El humano miedo, que por lo que escribo un día ella sufra las consecuencias. Pero luego pienso y me digo a mí mismo que sí vale la pena que ella viva, a causa de mi silencio cómplice, la vida de gusano que implica sufrir una dictadura por 20 de mis 36 años. Todo suena cruel pero ¿quién dijo que la vida era color de rosa?.
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