Una marcha más… ¿cuántas han sido?
Perdimos la cuenta, pero las estadísticas no son el tema de este artículo; su propósito es proponer una reflexión a partir de una pregunta que forma parte de la angustia de los venezolanos:
Las manifestaciones masivas callejeras, ¿son útiles o inútiles?
Si la utilidad de una manifestación se evalúa a partir del criterio «expresar repugnancia por un poder corrupto ante los ojos del mundo», son bastante útiles.
Pero numerosas personas entran en ansiedad al ver que las marchas masivas se repiten una y otra vez, dando lugar a tensiones sociales, a expectativas que no se cumplen y ocasionando víctimas de la represión sin ningún efecto aparente. Son las que entienden su utilidad en el sentido de «tumbar gobiernos», y desde esta perspectiva son inútiles. La manifestación callejera masiva sólo tiene alguna fuerza en función de ese objetivo en ciertas condiciones.
La funcionalidad de la manifestación es semejante a la atribuida a la escritura en el romántico proverbio «La pluma vence a la espada».
En ambos casos, manifestación y escritura sólo logran ese objetivo estando tramadas en una conspiración más amplia y coordinada de acciones que quebranten las bases del poder que se pretende desplazar, en la que el componente clave es la definición de la clase militar, sin la cual lo demás es apenas un rasguño en la piel de un elefante.
El poder social, o facultad que tiene una entidad para influir en el comportamiento de otra y someterla a su voluntad, se apoya en diferentes bases: la legítima, que es la más refinada y esencial de una sociedad civilizada; la afectiva, o sea, el carisma de un individuo que enfervoriza a la masa; la intelectual, vale decir, el conocimiento, la experticia que se reconoce en alguien, y la fundamentada en recursos físicos o sustantivos; esta forma de poder la representan cualidades como tamaño, contextura, cuernos, garras, colmillos, y en el nivel humano, posesión de armas, además de los dos primeros recursos físicocorporales antes mencionados.
Aunque resulte odioso por su distanciamiento de los valores humanísticos, lo cierto es que entre todas las bases o fundamentos del poder social, el último es el más poderoso de los poderes, pero también el más burdo, inhumano y primitivo. Es el poder de la naturaleza, ajeno a leyes, afecto o conocimiento; el de la supervivencia del mas fuerte.
En las sociedades modernas ese poder sustantivo está concentrado en sectores específicos: militares, policías, grupos de choque armados por los gobiernos terroristas ─aquí llamados «colectivos»─, terroristas de otros diversos signos y agrupaciones delictivas comunes. Hablamos de elementos entrenados, equipados y armados, remunerados, indoctrinados, y hasta actuando bajo el efecto de drogas estimulantes.
Reflexione el lector sobre la descomunal fortaleza de un régimen, que como el inescrupuloso secuestrador de Venezuela, ha logrado poner a su favor todos los sectores mencionados. Todos, en el sentido literal del término, desde militares de carrera comprados con beneficios y complicidades, hasta azotes de barrios vistos con benevolencia y en cierto modo «oficializados» como autoridades locales. ¿Y qué puede hacer un discurso ante un revólver 357 Magnum? ¡Nada!, como no sea someterse, vale decir, lo mismo que hará la masa de manifestantes desarmados y sin entrenamiento para estas acciones, enfrentándose a esos sectores mencionados, actuando mancomunadamente en la acción de reprimir.
Cualquiera sea nuestra opinión sobre el asunto lo cierto es que en el infame contexto sociopolítico en el que tuvo lugar, esta última manifestación masiva, tanto como las precedentes, admite los siguientes calificativos: desesperada, heroica y confundida. Y los tres estados de ánimo son efectos del comportamiento del régimen en el poder y de la cara visible de la oposición.
Clarifico la idea.
No me extiendo en el componente desesperación porque sería reiterativo repetir las atroces condiciones en las que sobreviven los venezolanos a propósito de explicar la razón de ese estado en el psiquismo colectivo.
Digo heroica, porque algo de esta voluntad ─consistente en atreverse a correr un riesgo personal, por un derecho o un ideal─ debe haber en todos aquellos que desafían a un poder netamente primitivo, a sabiendas de que ponen en juego su libertad, la de sus familiares, su integridad física y hasta su vida, al enfrentarse a un poder político que ya ha demostrado suficientemente su disposición a encarcelar, torturar y matar.
Confundida, porque los ciudadanos que le dan forma a esa masa contestataria en realidad no saben cómo se bate el cobre detrás de los bastidores entre gobierno y los que asumen la representatividad de la dirigencia opositora. Sobran razones para el recelo; corren voces de agendas personales o grupales ocultas; de componendas, maniobras, de uso de tácticas dilatorias y otras artimañas con el fin de darle aire y tiempo al narcorégimen. ¿A cambio de qué? He ahí algo que es un misterio sólo para inocentes.
La idea de participar en elecciones, como al parecer, ocurrirá, es grotesca, por decir lo menos. Es continuar jugando con las reglas del juego democrático, contra un opositor que juega como la da la gana, cuya perversa disposición hacia la trácala se deja ver en el sospechoso incendio «accidental» de material electoral y en sus manipulaciones en elecciones previas. Es validar el estatus de quienes han robado, masacrado, hundido en la miseria a un país íntegro. Es poner en el mismo nivel a victimario y víctima. Es burlarse de la justicia, del anhelo de vindicta pública. Es aprobar que criminales terminen yéndose con su cara bien lavada y los bolsillos repletos, a terminar sus días en una isla paradisíaca del Pacífico, tomando piña colada.
Para la canalla en el poder las marchas masivas, artículos y críticas verbales, presiones internacionales y todo lo demás, le es indiferentes; es en exceso depravada y cínica. El desplazamiento de la cleptocracia sólo ocurrirá mediante la acción de la fuerza sustantiva, que conduzca a capos y cómplices al debido juicio, trate de recuperar lo que se pueda de lo saqueado y vele por el cumplimiento de sus condenas.
Faltando esta fuerza, una alternativa es la huelga general, la paralización total del país hasta la caída del régimen. Pero mientras los enchufados sigan mamando rico, rico, y los detentadores del poder y sus compinches comprando exquisiteses en bodegones, tomando whisky de 20 años gentilmente asesorados por expertos, derrochando en casinos, celebrándose con cenas opíparas en restaurantes de lujo, etcétera… y, principalmente, mientras la espada castrence local siga usándose para tasajear lonjas del convite, la probabilidad de ese acontecimiento se hace remota.