Cuando todo esto se acabe
El título de este artículo corresponde a una canción compuesta por el cantautor mexicano Alberto Aguilera Valadez, mejor conocido como Juan Gabriel, e interpretada por la cantante española María de los Ángeles de las Heras Ortiz, conocida con el nombre artístico de Rocío Dúrcal.
El amor se acaba, el trabajo termina, la existencia llega a un fin y nadie nos recuerda, porque todo, tarde o temprano, concluye de manera definitiva. “Nada dura, ni la noche estrellada, ni las desgracias, ni la riqueza, todo esto, de pronto un día se ha ido”, decía el dramaturgo ateniense Sófocles, en referencia a los gobiernos de los emperadores. El dramaturgo siempre repetía: «Una mentira nunca vive para ser vieja».
Todo en la vida es temporal, pero la resistencia a hacer las cosas es algo eterno, hecho que, por lo general, nos ocasiona grandes frustraciones. Si tenemos la esperanza de sobrevivir a la experiencia maquiavélica de tantos años en el poder, tendremos las cicatrices de haber soportado nuestros desafíos. En el proceso de ceder a la vida, somos ablandados por las fuerzas que se nos imponen desde afuera, por eso, muchas personas que hoy son intransigentes en funciones de gobierno, cuando su suerte acabe, los veremos desarrollar una humildad extrema.
Cuando todo esto se acabe, millones de personas recordarán a Rocío Jurado quien cantaba aquello de ‘se nos rompió el amor, de tanto usarlo’. A pesar de lo cómica que nos pueda parecer esta sentencia, lo cierto es que una relación sin amor al prójimo es una de las situaciones más duras a las que hacer frente como persona. Algún día, esto que estamos viviendo pasará al olvido y trabajaremos por mejores tiempos. Últimamente no paro de pensar qué será de nosotros cuando hayamos trascendido este régimen ¿Seremos mejores personas? O ¿nos habremos hecho tanto daño que, ni tan siquiera podremos mirarnos al espejo?
Metidos, como estamos, en una vorágine desbocada de acontecimientos, resulta casi imposible recordar que esto, lo que ahora nos pasa, tuvo un inicio fechable con campañas publicitarias relacionadas con el amor bonito y tendrá, qué duda cabe, un final como el título de la canción de Dúrcal. Recobrar esta conciencia profunda del tiempo nos dota de la posibilidad de despojarnos de la inercia que nos mueve como veletas, de un lado a otro. Cuando la tormenta de viento finalmente pasa, la veleta aún queda en pie, aunque se ve peor por el desgaste. Esta metáfora sirve de base para la forma en que deberíamos pensar sobre las circunstancias de nuestra vida.
La actual crisis ha golpeado duramente a todo el mundo, dejando cadáveres, hambruna, torturas y persecuciones políticas. Mucho dinero se ha malgastado en cosas innecesarias, mucho ha pasado del tesoro a otros bolsillos, mientras que las enfermedades diezman a la población. Algunos futurólogos balbucean expresiones que son más deseos que certezas. Lo diré con palabras del escritor y periodista español Manuel Azaña Díaz: “mi principal temor no es que la República se hunda, sino que se envilezca”. El temor al envilecimiento moral guarda una estrecha relación con la confrontación política.
En las sociedades mediatizadas, el riesgo que corremos es haber sustituido la confrontación política por una especie de discusión autorreferencial que no acaba nunca. El resultado es la pérdida de sentido, de la perspectiva, del sitio, en pos de un fuego cruzado desprovisto de toda realidad. La crisis que nos asola no es solo un acontecimiento del ciclo económico comunista que alguien se ha empeñado en perpetuar con políticas perversas. Esta crisis se enmarca, además, en la conciencia de la necesidad de encontrar, en la maraña frenética del siglo XXI, un espacio habitable para el ser humano.
En la vida todo es perecedero, nadie resiste el paso del tiempo y nadie estará aquí eternamente. Tenemos por costumbre quejarnos de todo y no tomamos en cuenta que el mayor tesoro que tenemos es la vida. La escritora canadiense Susan Harrison, en su libro The silent wife, publicado post morten, parece decirnos que el único pecado imperdonable es desperdiciar la vida y que siempre existe una última oportunidad de redención, aunque sea escribir un libro.
El libro de Harrison me ha interrogado sobre el balance de mi vida y debo reconocer que aún tengo asignaturas pendientes. Tal vez esta reflexión sea compartida por muchas personas. Pero eso no es un consuelo porque cada uno tiene que saldar sus propias deudas con el gran Demiurgo y no sabemos cuánto tiempo tenemos para hacerlo. Susan Harrison podría haber escrito muchas novelas más, pero solo nos ha dejado un mensaje de ultratumba. Lástima para ella, pero una verdadera lección para nosotros que cometemos la tontería de creernos inmortales.
Coordinador Nacional del Movimiento Político GENTE