Venezuela ya no tiene tiempo…
A veces la teoría política pareciera ser ciega y sorda. No termina de comprender que más allá de las circunstancias en la que la praxis política asienta sus postulados, existen infinitas razones que explican mejor, incluso que la historia, que existen intereses y necesidades que exaltan otros elementos. En ese sentido, la teoría política luce insuficiente como ciencia para explicar las azarosas coyunturas que definen el rumbo a seguir de un acontecimiento. De manera que no hay un criterio estricto para advertir a plenitud las consecuencias de un evento.
Fue así como surgió la crisis actual venezolana que si bien vino manifestándose desde los inicios de los ochenta, a consecuencia del desorden administrativo que se abalanzó detrás del boom petrolero de mediados de la década de los setenta, adquirió imponente fuerza dado el caudal de complicaciones que venía arrastrando. Luego, la esencia del neopopulismo permitió que dicha crisis arreciara. Peor aún, se magnificó al asentirse debido a la impunidad gubernamental. Su efecto, desmandó actitudes que se afincaron en la corrupción desatada en el marco del llamado “socialismo del siglo XXI”. Así terminó de redoblar sus secuelas.
Sin embargo, no se entendió, ni siquiera apoyándose en axiomas de la teoría política, la razón por la cual se juntaron la crisis política y la crisis económica. Al juntarse, combinaron sus fuerzas para acabar con la institucionalidad democrática que, con aprieto, llegó simbolizó el espíritu de trabajo de instancias y proyectos gubernamentales. Para algunos, la razón estuvo en el hecho revolucionario. Para otros, en la ineptitud de altos funcionarios acompañada de las improvisaciones sobre las cuales se deparó la gestión pública a partir de 1999.
En fin, todo fue un concierto de decisiones cargadas de la máxima alevosía posible y necesaria para borrar del mapa nacional cualquier residuo de democracia representativa. Aunque luego, el régimen quiso ajustarla mediante el concurso de la retórica demagógica y de mecanismos proselitistas que en nada o poco contribuyeron a evitar el desmoronamiento del Estado de democrático y social de Derecho y de Justicia.
Así que en medio de tan conflictivas trapisondas, el país se convirtió en un descarnado escenario de choque entre las fuerzas del atraso y del oscurantismo político, con la retrógrada propuesta de intervenir todo lo posible con desalmado descaro chantajista, y las combativas fuerzas que buscan reivindicar las libertades en su concepto más determinante y envolvente.
Precisamente, en el fragor de tan profunda crisis, crisis de dominación, crisis de acumulación, el pueblo contestatario sigue empeñado en la renovación de los cuadros de gobierno toda vez que la gestión emprendida sólo ha llevado el país al más horrible atolladero que la historia republicana haya podido dilucidar. Al día actual, en el umbral de la tercera década del siglo XXI, Venezuela entró en “picada”. Como nunca. Ni siquiera por causa de las aberraciones políticas provocadas durante el siglo XIX.
Hoy, las frustraciones amontonadas sobre sentimientos y esperanzas de una población empeñada en vivir bajo una merecida calidad de vida social, económica y política, se exacerbaron al punto, que no hay posibilidad de retorno. El cambio, como hecho de recia dinámica, va delante de cualquier impedimento que paute el régimen (usurpador) como freno a tan legítimos derechos exigidos por la sociedad venezolana. No habrá fórmula que no consiga despejar la incógnita que comprometa un resultado de libertad.
De modo tal que ante tan arraigada decisión, el valor de una sociedad hastiada de tanta arbitrariedad, humillación y desprecio, cometida en nombre de una revolución que arremete con violencia la dignidad e integridad de una juventud, de un país que ha visto truncado su futuro, se convirtió en bandera de lucha frontal y declarada. Y es porque no puede esperarse más allá del límite que marca la tolerancia. Venezuela ya no tiene tiempo…