Confesión
El porvenir se asoma parecido a una luciérnaga inconstante. Se prende y se apaga como el parpadear de los ojos de una muchacha bonita a la que le inventamos que es a nosotros a quien mira.
Pero resulta que atravesamos una noche de desesperanzas y traspiés que nos acongoja. Dígame usted dónde no se mece el desaliento que no sea en los dominios del poder que nos acecha.
Y para peor la gente se acostumbra a que la luna no alumbre. A que el río se seque. A que la plata no alcance. A que la gente se nos muera de mengua, y así la ilusión no reverbera, no puede, más aún en el desamparo de nuestra originaria y humana levedad.
En esas los resortes vitales con los que acudimos a nuestro propio auxilio y al del prójimo han perdido tensión, capacidad y empuje, tanto para amortiguar pesares como para impulsar voluntad constructiva. En ese resentimiento de secuestro, de derrota causada, la sociedad venezolana vive, se aclimata.Vivir es un decir.
Escuche usted, mire, palpe, guste, sienta hacia dentro, hacia fuera, y no encontrará sino sombras y ruinas. Del ayer de veleidades que fuimos al hoy del abismo que somos, allí quedamos.
Pareciera una confabulación y lo es. Desde dentro, desde fuera, en suma perversa de realidades y fortunas en las que a veces individuos y sociedades quedamos engrapados. Pesares que deben terminar alguna vez pero por favor que alguien me diga cuándo.
Por ahí anda la gente, eso en concreto, eso en abstracto, cada vez más acurrucada a lo que casi siente es su destino, su karma. Unos encuentran el tortuoso camino del exilio mientras otros se cuecen en la pertinaz hoguera de los días que no descansan aquí mismo.
Y ello es verdad sin ni siquiera mirar las estadísticas si las hubiera a pesar de que todas fueran falsas. Hogares, escuelas, hospitales, mercados, autopistas, sueños y pesadillas, ninguno es inmune a esta saña febril que aquí echó raíces y no escampa.
En tiempo de penuria la realidad nos agrede a cada momento y no hay dimensión alguna de la vida que se salve de esa mancha de tintura hosca e indeleble. Y así reiteradamente nos van martillando a la precariedad de nuestras extraviadas fuerzas en una dimensión que nunca imaginamos pudiera ocurrirnos, ocurrió y está ocurriendo.
Pero, conjunción adversativa, nada es para siempre y hasta la misma Historia ha sido vanamente puesta en duda, aunque haya veces en la vida en que la eternidad se calibre en un instante.
Y ya llevamos más de veinte años de tragedia. Parecen siglos, de desolación, de drama personal y colectivo, de ignominia que ningún método o plan puesto en marcha hasta ahora ha podido detener, acabar, conjurar.
Los errores y omisiones de las fuerzas democráticas de aquí y de allá han apuntalado la persistencia del mal que pandemia ha penetrado por doquier en la sociedad venezolana y pretende expandirse.
Pero, otra vez la bendita objeción, sigo creyendo con ilusión y fe que podemos y tenemos que salir del foso y que las vías son tantas, la política una de ellas, que no vale la pena escoger una sola. Nada está escrito ni llorado para siempre y la sorpresa es muda. Luchar es persistir, corregir, unir hasta los tuétanos.