Para comprender el «extraño caso argentino»
El caso argentino, en su devenir político, ha desquiciado la comprensión de la gente pensante. Es difícil entender las razones que conducen a un pueblo a llevar al poder a políticos que previamente y en forma explícita han demostrado ser corruptos, asociados en sus ideas perversas a Cuba y Venezuela, como si el monumental fracaso de esas narcodictaduras no fuera evidente.
Idéntico asombro causa a una personalidad como Francis Ford Coppola. El laureado cinematografista expresa su simpatía por el país de los gauchos y hace una reflexión sobre su desarrollo sociopolítico hasta su estado actual, refiriéndose al fenómeno con la frase que aparece en el título: el extraño caso argentino.
«Un país» −dice Coppola− «que lleva 72 años venerando a un militar que le rindió culto a Benito Mussolini mientras ponía en marcha medidas populistas de izquierda para comprar la voluntad de los trabajadores logró una sociedad injusta e intolerante, que se comunica a los gritos, donde la mayoría está al margen de la Ley»… «Cuando empecé a estudiar el fenómeno del peronismo, el entramado de sus sindicatos, el modus operandi extorsivo que tienen las organizaciones sociales, la privatización de los derechos humanos y el sistema judicial absolutamente corrompido, fue cuando decidí volver a ver la trilogía del Padrino»… «Lo del miércoles en el Congreso fue maravilloso. Ver a Julio de Vido abrazándose con 95 legisladores que responden a los gobernadores de las provincias que se robaron el país durante el kirchnerismo, los mismos que evitaron su destitución, más por temor a ir presos ellos que por lealtad o convicción, era como estar ante una obra maestra del neorrealismo italiano. Porque uno sabe que la corrupción forma parte del ADN de la corporación política argentina, pero que eso se transmita en vivo y en directo por todos los medios me superó a mí que ya lo vi todo. De hecho recibí un llamado de un capo de la Cosa Nostra siciliana para confesarme el pudor que sintió al ver semejante atropello a las instituciones».
Crecí admirando y respetando a la Argentina. Estudié en libros editados allá, porque en Venezuela no se producían. Jamás olvidaré las prácticas de lectura en obras de Constancio C. Vírgil, fabulista uruguayo-argentino. San Martín me era tan familiar como Bolívar gracias a esas lecturas, y sabía más de los gauchos que de los llaneros. Más adelante me abrumó el talento de Borges, de Sábato… por citar sólo dos de los más ilustres. Una de las experiencias más emocionantes de mi existencia la viví en Buenos Aires, en una visita poco después de finalizada la absurda Guerra de las Malvinas (1982). Recordemos que Venezuela fue, sino el único, al menos uno de los contados países que respaldaron a Argentina en ese conflicto. Al reconocer mi nacionalidad por el acento la gente en la calle me detenía; personas comunes estrechaban mis manos, me abrazaban y besaban; recibía de ellas invitaciones a visitar sus hogares y a compartir el «té con masitas» o el mate… Agradecían con sus gestos afectivos intensos la solidaridad venezolana.
La «parrilla argentina», tal como la conocimos en Venezuela, y que, en realidad, muy poca semejanza tiene con la preparada allá, es uno de mis platillos favoritos. Amaba al tango y me dejaba conmover por sus letras y música llorosa en cuanto me metía un par de palos entre pecho y espalda. ¡Iluso de mí: Hasta intenté cantarlo! Piazzola es uno de mis músicos admirados. Uno de los más importantes aportes mundiales a la configuración del cómic culturizado se debe a talentos argentinos… Buenos Aires, su arquitectura, su ambiente, tenía un glamoroso toque europeo, o más bien, una especie de síntesis entre lo europeo y lo americano que me encantaba… «Lo» argentino se asociaba a la elegancia y la cultura… y a la prepotencia orgullosa que a veces se desprende de esas cualidades… Un dicho popular en Venezuela, de allá, por los años 70, refleja esa actitud: «Tiene el ego más grande que un argentino»… Los intelectuales argentinos miraban a casi todo el resto de los latinoamericanos frunciendo la nariz y por encima del hombro. Recuerdo lo que no podría decir si fue una conseja inspirada por ese aspecto muy poco simpático que dejaban ver en su personalidad, o un acontecimiento real. Quizá algunos de los profesores de la FACES-UCV de la segunda mitad del s. XX que vamos quedando recuerden el asunto y se animen a aportar información.
Cuando en Argentina ocurrió una auténtica «fuga de talentos» −semejante a la que hoy sufre Venezuela− que huían de la brutalidad de la dictadura militar; nuestro país dio refugio a numerosos intelectuales. Le abrimos nuestras puertas de corazón. La publicidad, los medios, las universidades… asimilaron talento argentino. Uno de ellos fue admitido como profesor en la Escuela de Economía. Lo aceptaron sin respaldo documental como un gesto solidario y con respetuosa confianza, por cuanto expuso que lo fue en una universidad de su país; siendo un perseguido político se vio obligado a emigrar en emergencia, corriendo por su vida, «con una mano adelante y otra atrás» como suele decirse.
Pasó el tiempo. La matanza de opositores por los milicos gorilas empoderados más o menos se aplacó; moderaron la represión y el control abusivo. Lógicamente, algún decano quiso legalizar el estatus profesoral del sujeto, y sin ninguna mala intención solicitó la presentación de credenciales. Resultó que el individuo era un estudiante avanzado de Economía pero no economista ni profesor; su condición en el escalafón docente no era más que la de Ayudante de Cátedra.
Aclaro que ese puesto en el sistema académico suele asignarse a un estudiante avanzado con vocación docente, y tiene como fin entrenarlo para la función profesoral; es ad honorem o con una remuneración simbólica, como una beca; recibe entrenamiento del profesor y se ocupa de tareas docentes menores.
No puedo asegurar la veracidad, insisto, pero según el rumor, el involucrado había argumentado a su favor que un cuarto año de Economía, sumado a su condición de Ayudante de Cátedra en una universidad argentina era como ser doctor en Venezuela.
Por todas esas razones, insisto, se hace difícil entender el caso argentino. A tal propósito, propongo una hipótesis.
El argentino es un ejemplo, en un ámbito nacional, del llamado Síndrome de Estocolmo, según el cual las víctimas se identifican con sus victimarios. Los aman, los justifican, alegan a su favor para salvarlos de la justicia y el repudio. Este desajuste psicosocial en las víctimas tiene una base masoquista, un secreto anhelo no identificado conscientemente de ser maltratado, humillado, robado, dominado… Es probable −y he aquí el núcleo de la hipótesis− que en su personalidad social o básica, el pueblo argentino tenga un poderoso contenido masoquista que lo induce a identificarse con sus represores y expoliadores. Creo encontrar una pista en el más emblemático representante del alma argentina: el tango. Es una canción esencialmente masoquista. Una música melancólica y torturada; una letra pesadumbrosa expositiva de sentimientos amargos, desesperanzas, pérdidas, decepciones; y un baile cuya coreografía ritualística es una metáfora la relación humana de dominación-sumisión, o sea, puro masoquismo.