La República bolivariana de las ratas
Se inicia el nuevo año chino bajo el signo de la rata, y de repente aparecen en el recuerdo unos párrafos que – en relación con ese roedor -, escribí en Madrid, en 2002, recogidos en Ocho lustros y medio, dietario personal, libro de memorias hasta mis 45 años.
“Regreso de nuevo a nuestra primera casa de San José, al final del Callejón Santa Elena, juego en un corredor que en mis primeros años semejaba un inmenso estadio. Fue mi primera cancha deportiva, allí circulaban raudos carritos de todos colores, las metras, las bolondronas rodaban libertarías, los soldaditos de plomo libraban confusas e interminables batallas, muriendo y resucitando para volver a entrar en combate. Las ratas también hacían lo suyo; para recoger el agua de lluvias, paralela al corredor, había una cuneta, donde más de una vez una que otra rata se asomaba para que mi abuela Berta, cual combatiente medieval, luego de atraerla con algo de comer, le arrojara, desde las almenas de su castillo familiar, una olla de agua hirviente que desollaba pieles y aprehensiones.
Desde entonces mi temor a los roedores, a su curiosidad olfativa, a su cara de yo no fui, todo sin haberme enterado aún de que esas pulgas que anidan y crecen golosas en su cuerpo fueron las culpables de la gran peste negra que diezmó a Europa en la Baja Edad Media. Todavía recuerdo las nuestras, no aquellas magras, flacas, como las que llegaron de Crimea cómodamente instaladas en las bodegas de los barcos de los comerciantes venecianos, sino las mías, gordas, grises como ratas grises, dientonas, impávidas, poco gentiles, retadoras, apostando por su capacidad para desaparecer con ardides de magas o hechiceras, mostrando audacias de paracaidista, de escaladoras del Himalaya.
Mis odiadas ratas muchas veces acudieron, por sí solas, a mi encuentro, incluso a mi pent-house de Caracas, mi ático caraqueño, hasta allí, un sexto piso alejado del suelo, llegó una de mis ancestrales enemigas descifrando el laberinto de los ductos de basura, atraída por el olor seductor e incitante de una familia que aprecia el queso francés bien fait. Aquella rata, descarada y aventurera, terca e insistente, pereció valientemente en recia batalla con nuestra señora de servicio de la época, Teresa, quien pacientemente la aguardó y con gusto la apaleó, pensando, disfrutando, gastando anticipadamente la jugosa recompensa que le había ofrecido si la traía viva o muerta. No me atreví a ver su cadáver, me bastó la palabra de la decidida combatiente barloventeña.
Tiempo después, estudiando, viviendo, siendo en París, en el París de los setenta del siglo XX, tuve otra vez noticias de mis ratas, de muchas de ellas, un ejército de roedores nos acompañaba solidario e indiferente en nuestras correrías nocturnas por el viejo barrio de Les Halles, cuando el restaurant Au pied de cochon era exclusividad de bohemios, borrachos y marchantes del hoy desaparecido mercado. Mis amigas, sus incontenibles e innumerables descendientes continúan seguramente ahí, en el Beaubourg, esperando silentes el menor descuido de vigilantes y curadores para darse el gran banquete con un collage de Picasso o más chauvinistamente con un lienzo de Georges Braque.”
El Socialismo del siglo XXI, con su deliberada política de no mantener las tuberías de aguas negras, de no recoger la basura ni los detritus orgánicos de los desmantelados hospitales, ni aplicar programas de desratización, ha promovido la aparición de millones de ratas que campan a sus anchas en las ciudades, pueblos, aldeas, terrenos baldíos, fábricas cerradas, comercios quebrados, haciendas confiscadas, otorgando una asquerosa identidad a la destruida Venezuela., más parecida ahora a la ciudad de Orán y sus mortíferas ratas tan bien descritas en La Peste.
En coherencia con este nuevo icono bolivariano, sería conveniente modificar el escudo nacional, sustituyendo el ya modificado caballo blanco por una gorda rata roja – rojita, buchona, danzante y bigotuda.
Así honoramos merecidamente a las ratas bolivarianas que se adueñaron de la sufrida Venezuela Bolivariana. destruida dolosamente por los ratos socialistas que pululan en palacio, ministerios, embajadas, colectivos y cuarteles.
Recordemos esta apocalíptica visión de Patrick Süskind, en su libro El perfume:
En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excremento de rata; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre; las curtidurías, a lejías cáusticas; los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo; el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno.