Los efectos de la libertad económica
Los comunistas en el poder y la ambición desmedida de los militares construyeron, de la mano de Chávez y Maduro, un Estado alérgico a la libre iniciativa privada y a la libre empresa. Entre expropiaciones, legislación punitiva, persecución y controles de precios hicieron inviable la inversión productiva, sin embargo, al llegar allí no se detuvieron. Una vez que finaliza el largo boom petrolero que había logrado sostener sus locuras, minaron la autonomía del Banco Central y promovieron, como nadie, el financiamiento del déficit con la emisión brutal de dinero inorgánico.
Los efectos son devastadores. Hoy estamos en nuestro sexto año de contracción económica. La hiperinflación desvaneció el poder de compra del salario y resulta abismal (y sinceramente antihumana) la caída del consumo. Sin embargo, debo resaltar que ha saltado la liebre. La destrucción comunista nos condujo, además de todo lo anterior, a destruir la moneda nacional.
Una moneda, para ser tal, debe cumplir tres roles: 1) Ser un medio de registro contable, 2) ser un medio de pago y 3) ser confiable para la reserva de valor. Hoy, ninguna de esas características las tiene el bolívar. Es que hasta el papel moneda se hizo escaso y ocurrió la desmonetización de billetes. Dado que el país no desapareció, la gente sigue estando aquí, el vacío dejado por un Banco Central que bajó su Santamaría sin avisar, fue llenado por la circulación de dólares en efectivo para las transacciones habituales de muchos venezolanos. La ola de la dolarización de facto llegó como tsunami.
Más que una decisión deliberada del régimen, ese tsunami llegó en un contexto de acelerada destrucción institucional. El Banco Central es incapaz de influir eficazmente sobre la realidad económica, por ejemplo, para poder contener la continua depreciación del tipo de cambio se requeriría quintuplicar los euros que se inyectan a la economía para tal fin, obviamente, eso no es posible.
La inefable Sundde
Por otra parte, las instituciones gubernamentales encargadas de la represión económica del régimen, entre ellas: la inefable Superintendencia de Precios y Acceso a los Bienes y Servicios (los que imponen los fantasmagóricos “precios justos”). Ya no realiza sus anteriores supervisiones de controles de precios, a duras penas sus funcionarios pueden llegar de la casa a la oficina con sus salarios de hambre, menos llegar a los negocios. Abiertamente, los locales comerciales exhiben sus productos con precios marcados en dólares. Incluso, las tradicionales solicitudes de funcionarios lambucios de “dame algo pa’ los frescos” se tienen que hacer en dólares.
Esta realidad tiene efectos paradójicos. Los venezolanos, según cálculos de algunos economistas, aproximadamente el 20% de la población, migró sus operaciones a dólares. Este segmento, finalmente, tiene acceso a una moneda que cumple con los tres criterios mencionados arriba, es decir, pueden tener estabilidad en sus estructuras de costos, pueden planificar inversiones y ahorrar sin descapitalizarse. Lógicamente, existirán y probablemente hasta se multiplicarán las llamadas “burbujas” de prosperidad. Lugares en nuestras ciudades donde la crisis humanitaria compleja puede simularse en medio del consumo, la opulencia y la bonanza. Es una bocanada de libertad económica que se logra, más que por una política sería, a razón de que la profunda piscina de agua roja a donde nos habían lanzado amarrados y con grilletes se secó.
No hay motivos para la alegría
Ahora bien, no hay motivos para sentir alegría. Al contrario, el ensimismamiento del régimen nos está conduciendo a la coexistencia de una economía desprovista y expuesta, sin gobierno y sin leyes, el neoliberalismo mismo, junto a la persistencia, en lo político y militar, de un gobierno autoritario. Es decir, el paraíso que Pinochet pensaba construirse a si mismo, lo logra Maduro.
Pareciera un lindo final de un cuento, pero 20% de satisfechos no compensan al 80% restante que; sin salarios dolarizados, sin sistema de salud público, sin sistema educativo, sin legislación laboral efectiva, sin acceso a la justicia, sin libertad de expresión, sin partidos políticos legalizados, sin sindicatos reconocidos por diálogo tripartito alguno, sin elecciones libres y sometidos a la más cruel represión policial; estarán atrapados en la miseria y la explotación de forma persistente. Sin presente y sin futuro. La desigualdad será la reina y señora de esa distopía que conoceremos este 2020.
El escenario estará servido este próximo año para que en Venezuela se registren mayores tensiones sociales, que tendrán implicaciones políticas lógicamente, dado que un contexto de pobreza generalizada aunque ya es catastrófico, no es tan indignante como un contexto en el cual quien come de la basura, los más, se verán de frente con quién llega al hartazgo de Dracucervezas, en draculandia, nadando en toda la dracuopulencia que los dólares pueden comprar. Vale decir, estos últimos serán los menos.
Las burbujas de prosperidad en medio de un mar de miseria es una mezcla explosiva. El respiro de unos pocos, ahogando al resto, solo nos podrá conducir a conflictos más duros entre venezolanos. Es imperativo un real proceso de democratización, una transición pacífica y constitucional a un régimen de libertades. Solo una democracia, con sus controles e instituciones, podrían compaginar el crecimiento económico con el desarrollo humano. La libertad económica sin equidad es insegura e inestable, por más que la dictadura se aplauda a si misma, la dolarización de facto solo puede beneficiar a unos pocos. Hoy, en 2019, se los digo con palabras, en 2020, hablarán los hechos.
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