Gobernar es asunto de civismo
La Constitución de la República declara taxativamente el carácter no político–partidista de la función pública. No podía ser distinto por cuanto de un desempeño objetivo, depende la eficiencia y eficacia de la Administración Pública. Por esa razón, el constituyente delineó el artículo 145 de forma categórica. Su redacción se elaboró sin ambages. Puntualizó que los funcionarios “están al servicio del Estado y no de parcialidad política alguna”.
Del mismo modo, lo refería la Constitución de 1961. Entendiéndose por funcionario, toda persona que preste sus servicios al aparato administrativo público desde cualquier función de gobierno a través de la cual exponga su capacidad a favor de las exigencias del cargo o labor profesional a desempeñar. En consecuencia, quienes se desempeñen en cuadros de gobierno, son funcionarios. Sea en cargos de carrera o de elección popular, de libre nombramiento y remoción o contratados.
Un gobernante, de cualquier estamento estatal, menos que nadie, no está exceptuado de acatar los deberes de todo funcionario. Su labor como servidor público debe marcar una notable referencia. Su ejemplo bien podría incitar actitudes necesarias para el fortalecimiento del gobierno en su totalidad. Sin embargo, no es lo que actualmente está observándose en medio de la crisis que acosa al país. Particularmente, por parte de aquellos gobernantes afectos al proceso de gobierno más por sumisión política que por condición institucional o por convicción teórico–conceptual.
Generalmente, quienes gobiernan entidades político–administrativas bajo el sometimiento que estigmatiza la rastrera subordinación, emula desvergonzadamente el acompasado movimiento de un títere en plena trabajo circense. A simple vista se advierte que desconoce no sólo aspectos relacionados con teoría de gobierno, de organización pública, administrativa y económica. También, problemas terminales del sistema social y demandas focales del sistema político.
Es absurdo pensar que gobernar puede reducirse al hecho precario y directo de ordenar diligencias, a desdén de solicitudes clamadas desde realidades atosigadas por conflictos y desavenencias de toda naturaleza. Asimismo, resulta disparatado considerar que gobernar es desviar la atención y preocupación hacia necesidades de estricto contenido proselitista pues de esa manera se desvía el propósito inherente al acto de abordar procesos sociales creativos que mancomunan necesidades dispares de legítima raigambre.
Debe concienciarse que gobernar es cada vez un problema más difícil. Que gobernar en democracia, lo es más aún. De no comprenderse esto, las realidades se encrudecerán y encarecerán más allá de lo imaginable. Mientras no se reconozca que gobernar es asunto de civismo, no de militarismo, el país seguirá viéndose emboscado por la violencia, la impudicia, el entorpecimiento y la conflagración. Por tanto, vale insistir que gobernar es un asunto de civismo.