El último caballero de una Mérida gentil
Mérida de Los Caballeros o Santiago de Los Caballeros de Mérida, nació como provincia no precisamente por la gracia de una decisión acordada. Sino por causa de acusaciones que se urdieron por controversias animadas al calor de enconados criterios de gobierno surgidos de sublevaciones. O de visiones contrapuestas que no alcanzaban a conciliarse.
No obstante el esfuerzo y abnegación de sus habitantes, permitieron sobreponerse a crudos antagonismos de toda ralea que signaron las difíciles circunstancias que vivieron. Incluso, por encima de los apremios de la naturaleza que además fueron inclementes. Al extremo, que la borraron del mapa en distintos momentos: 1812 y 1894.
A pesar de la apacibilidad que impregnaba la ciudad, dada su sorprendente geografía y su hospitalaria ambientación, su dinámica sociopolítica no dejó de ser marco de embrollos acuciados por la disparidad propia de quienes buscaban ganar espacios de poder no sólo desde organismos de gobierno. También, desde otros conciliábulos reunidos alrededor de motivaciones o intereses focales.
Sin embargo, las rivalidades que para entonces se esgrimían, a pesar de las contingencias, no fueron impedimentos para destacar actitudes que bien se correspondían con la moralidad y el civismo. Cualidades éstas que actuaban como inspiración de conductas que, a su vez, exaltaban el respeto, la tolerancia y la solidaridad que caracterizaba el temperamento del merideño. Particularmente, dada su perseverante disposición a enaltecer sus valores, cultura y tradiciones.
El fragor de los años que signaron el ajetreado siglo XIX, pareció no haber causado mayores trastornos sociales a la ciudad entrado el siglo XX. La siembra de influencias que determinó la bonhomía de aquella Mérida gentil, a lo cual indiscutiblemente coadyuvó la Universidad situada en sus predios, le valió una suerte de presunciones que, con el tiempo, fueron traduciéndose en esquemas de compostura que afianzaron la imagen de la “ciudad de los caballeros” tal como la había prescrito Pedro María Parra en su libro: “La Lugareña”. (Aut. cit.; 46; 1908-1937-1967)
El hecho de estar rodeada de frías cumbres y extensos páramos cubiertos de velludos frailejones, generaba en el merideño un donaire de gentileza y decoro que lo distinguió hasta donde la dinámica económica y política de la Venezuela de finales del siglo XX lo permitió. Ese cúmulo de valores que marcaron en el merideño un aire de hidalguía y honrosa compostura en sus modales de caballero, “no dejó de ser característica básica en quienes pudieron heredar ese singular acervo de valores y costumbres que constituían parte de la espiritualidad del auténtico merideño” (Ibídem; 78)
En el ámbito de aquella idiosincrasia que exaltó sentimientos de afecto, respeto y de hospitalidad, se asentó en Mérida, el matrimonio Valecillos-Velandia, de cuya consagración nacieron catorce merideños. Eduardo Valecillos, proveniente de la población de San Lázaro, Estado Trujillo, y Elvira Velandia de Valecillos, proveniente de Zea, Estado Mérida, quedaron prendados de la mágica realidad merideña desde el primer momento que la conocieron.
Aquella Mérida, sabía seducir corazones y fundar esperanzas que traducidas en voluntades se volcaban a la tarea de reivindicar apacibles costumbres que alentaban la sencillez de la vida. Así, Don Eduardo y Doña Elvira, dieron vida, en un primer momento, a Carlos Augusto Valecillos Velandia, de quien puede hablarse como “el ultimo caballero de una Mérida gentil”.
Escribir de Carlos es un tanto traer a colación las razones que determinan el concepto de “caballero”. De hecho, su caballerosidad, fue siempre la cualidad que mejor portó Carlitos, como mejor era conocido. Posiblemente, porque siempre demostró que en la sencillez podía encontrarse el espejo del alma. ¿Y cómo mejor forjar los sentimientos que no sea con la sencillez manejada con la fuerza del corazón?
En Carlos se hallaba el amigo que sabía adoquinar la rugosidades de cualquier camino hasta convertirlo en el paso por el cual se llegaba al punto donde podía mirarse el mundo desde el cristal del afecto con el sentido de la solidaridad. Pero igualmente, el lugar donde podía cualquier persona conocerse a si mismo. Así como entender la conciencia de la cual pende la constancia que acuña toda buena acción a emprenderse.
La condición de caballero que caracterizó la compostura de Carlos Valecillos, vale la referencia que esta disertación busca rescatar. Así podría denotarse que actuar exhibiendo tan desacostumbrada pero digna conducta, tal como se conoció en Carlos, al igual como fue el comportamiento que engalanó a Mérida en la medianía del siglo XX, es la forma más excelsa de asumir la hidalguía como la postura que mejor hace al hombre un ser de razón afinada para llevar a la práctica aptitudes asentidas en la sencillez.
Así vale recordar a Carlos Augusto Valecillos Velandia quien, emulando el modo de vida de sus padres, perfiló su vida abocada en la sencillez. De esa forma, se amoldó a la sosegada compostura que lo distinguió por su hidalguía y sus constantes modales de gran caballero. Su mirada así lo expresaba. Igual, sus palabras cada vez que manifestaba lo que su pensamiento, construía. Sobran pues razones para asentir que Carlos Augusto Valecillos Velandia, fue exactamente, el último caballero de una Mérida gentil.